Martillo (1)

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La cabeza de un martillo medio oxidado se aceleraba gracias a la fuerza centrífuga y a la energía agregada por el pequeño brazo de una niña de doce años. La trayectoria apuntaba directo a la frente del tío de la pequeña, quien no alcanzaría a reaccionar. Esta simple acción, a pesar de la poca fuerza del brazo de la niña, repetida varias veces, sería suficiente como para que el cuerpo del tío estuviese bajo tierra unos días después.  Mientras la pequeña dejaba el cuarto de baño, el cuerpo lánguido del adulto cayó de su posición inicial, sentado sobre el inodoro, y quedó acostado con los brazos y piernas apuntando en direcciones confusas mientras el cráneo vaciaba la sangre, dejando un charco que se expandía de manera hermosamente regular. Se formó un círculo escarlata perfecto sobre las baldosas que hace varios años habían dejado de ser blancas. La sangre siguió esparciéndose por los espacios entre las baldosas, creando líneas que parecían serpientes angulosas, como una parodia cyberpunk de Medusa. 

Aunque Agustín, durante sus últimos segundos de vida, esparcía su masa encefálica y su sangre por las baldosas, imitando a un ser mitológico con poderes sobrenaturales, él estaba muy lejos de poseer alguna habilidad más allá de lo humanamente posible. Esto no quiere decir que no hubiese recibido alguna ayuda de seres incorpóreos de otras dimensiones y con habilidades inimaginables mientras vivía. Y fue esta conexión con entidades sobrenaturales lo que le permitió a Agustín acumular más riqueza de lo que podría usar en su vida, y más de lo que cualquiera habría imaginado al verlo en su vida diaria. También fue esa conexión lo que corrompió su carácter y terminó obligando a Melisa, su sobrina, a terminar con su vida de manera tan abrupta e improvisada. 

Días después, el cuerpo de Agustín descendía dentro de un sarcófago hacia un espacio bajo el suelo. Poca gente lloraba alrededor, nada más que algunos familiares cercanos y ningún amigo. El más desconsolado era José, hermano de Agustín y padre de Melisa. Su corazón estaba roto por la muerte de su hermano, pero más aún, por el conocimiento culposo de que su propia hija había perpetrado tan inentendible acto. José lloraba con el pequeño Benjamín en brazos. El bebé de un año no entendía por qué su padre lloraba. Y de pronto José pensó en la espantosa realidad de que con Agustín muerto y Melisa en un hospital psiquiátrico, no tendría con quién dejar al niño mientras trabajaba. Este mundano detalle fue un peso más para la estabilidad de José, la cual terminó de romperse cuando Diño Fauclarai, un detestable periodista de tabloides, le informó sobre la fortuna que Agustín había dejado atrás, de la cual nunca había usado ni un peso para ayudar a la familia que luchaba mes a mes para pagar cuentas y comer. 

Diño se acercó a José con una grabadora en una mano, acompañado de un camarógrafo, mientras José caminaba a su auto al terminar la ceremonia. No era necesario presentarse, pero lo hizo de todas formas. José estaba decidido a ignorar al periodista, pero este, disfrazando su manipulación dentro de una pregunta, le preguntó qué sentía sobre el hecho de que Agustín tuviese cientos de millones en diferentes cuentas bancarias. La expresión de confusión y consternación fue inmortalizada por el fotógrafo, mientras Fauclarai seguía haciendo preguntas que, más que respuestas, buscaban provocar emociones confusas e incómodas en José. Finalmente, José se refugió en el auto y arrancó apenas pudo acomodar a Benjamín en su silla. Mientras manejaba, se preguntaba si es que habría una relación entre lo que Melisa había hecho y la fortuna escondida. 

Preguntas similares había hecho un policía a Melisa mientras se realizaba el funeral de Agustín. Melisa sólo respondía con silencio y una mirada perdida. El policía perdió la paciencia unos cuantos minutos luego de entrar. Estaba convencido de que a él sí le respondería las preguntas, pero Melisa mantuvo la misma actitud que había mantenido desde que su padre la encontró en la madrugada con un martillo ensangrentado en la mano frente al cuerpo de Agustín: completo silencio e inactividad. Rápidamente, una psicóloga forense entró a la habitación y sacó al policía para luego regañar al personal de seguridad por dejarlo entrar. La hostilidad del uniformado sólo podría haber retrocedido el poco progreso que había logrado durante los días que la niña llevaba en el hospital psiquiátrico. 

Melisa estaba sentada en la cama de la pequeña habitación, mirando hacia la muralla blanca. La psicóloga se sentó a su lado y dejó dos tazas de té y un plato con galletas en la mesita de noche. Al comienzo, Melisa no mostró signos de haber percibido su presencia, sin embargo, la psicóloga utilizó palabras gentiles, mientras tomaba té y comía galletas, hasta que luego de media hora, la niña finalmente se movió. Tomaron té frío mientras se miraban. Melisa no decía nada, pero comía tímidamente. Cuando las galletas se acabaron, Melisa pidió más, usando sólo gestos. Cuando llegó un auxiliar con más galletas y té, la niña rechazó el té. La psicóloga preguntó qué quería y le dio varias opciones. Luego de negar con la cabeza varias veces y asentir una vez, Melisa dio a entender que quería chocolate caliente. 

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El objetivo de la sesión era hacer que la pequeña asesina se sintiera más cómoda, y tal vez lograr un poco de comunicación no verbal. Por ahora iba mejor de lo que esperaban, a pesar de la inesperada visita del policía. Cuando Melisa estaba untando su tercera gallera en el chocolate, de pronto habló. La psicóloga agradeció que no hubiese ningún policía para atormentarla con sus ansiosas preguntas, aunque lo que dijo Melisa habría sido de gran importancia para la investigación. 

—No sabía que Agustín tenía cuentas en bancos —comenzó, mientras la psicóloga intentaba disimular su sorpresa y la miraba amigablemente, esperando que siguiera—. Sólo sabía que tenía muchos billetes escondidos. Eran muchos más de lo que podría contar. Y todos estaban malditos. 

En ese  momento, cualquier policía o detective habría comenzado a acariciar la idea de que Melisa quería apoderarse del dinero, y en un impulsivo y torpe intento de robo habría atacado a Agustín. Afortunadamente, sólo había una psicóloga en la habitación, y ella estaba dispuesta a escuchar antes de sacar conclusiones. 

—Sólo guardaba los billetes. Nunca los ocupaba. Si necesitaba algo le pedía plata a mi papá o a alguien más. Le debía favores a todo el mundo por eso, y toda la plata que tenía la guardaba…

Melisa se interrumpió a sí misma para romper en llanto, y se deshizo en los brazos de la psicóloga, quien intentó contenerla mientras mantenía su profesionalismo. Luego, Melisa cayó dormida. No fue posible despertarla durante el resto del día. La psicóloga salió de la habitación para hacerse cargo de más pacientes, pensando que había hecho un buen trabajo por ese día. Aún no decidía si era relevante la información para la policía. 

La segunda parte estará disponible en siete días más.

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