Martillo (2)

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Durante todo ese día, mientras dormía, Melisa revivió los acontecimientos que la llevaron al momento en que enterró la cabeza de un martillo en el cráneo de su tío. 

Desde que tenía memoria, Melisa había vivido con su tío, su padre y su madre. A pesar de ser varias décadas mayor, a ella, su tío Agustín le parecía más como un hermano mayor. Él era quien quitaba la nota constante de seriedad en la casa, inventaba panoramas divertidos y jugaba con ella. Al igual que mamá y papá, Agustín tenía un trabajo y contribuía a la economía del hogar, pero al parecer tenía menos responsabilidades que su hermano y su cuñada, lo que le daba más tiempo libre para hacer cosas divertidas, mientras José y su esposa hacían trabajo extra en casa o simplemente se quedaban dormidos en el sillón. 

Todo cambió con la llegada del pequeño Benjamín. Y no es que Melisa tuviese sentimientos en contra de su hermano, ni nada parecido, pero una infección no detectada en el embarazo y una cesárea de emergencia mal practicada significaron la muerte de la madre. Melisa amaba a su hermano, y lo protegería de todo, aunque no recibiera crédito por eso, pero la pérdida de la madre afectó a todos. 

José tuvo que hacerse cargo por completo de las finanzas, lo que significó trabajar el doble, y prácticamente desaparecer de su casa. Al cuidado de los niños quedó Agustín, quien perdió su trabajo luego de fallar sistemáticamente. Al parecer, el golpe de la muerte fue demasiado para él, y se cerró al resto del mundo por un buen tiempo. Esto significó que, en la práctica Agustín no cuidaba de los niños, y Melisa tuvo que tomar el rol de cuidadora de ella misma, de su hermano menor y, a veces, incluso de su tío. 

Mientras yacía en la cama del hospital, Melisa recordó en el sueño un par de ocasiones en las que tuvo que ayudar a Agustín a entrar a su casa, luego de encontrarlo inconsciente, víctima del alcohol, en la puerta. También recordaba cómo su padre se volvía cada vez más ausente, no solo físicamente, sino que también mentalmente. El poco tiempo que pasaba en casa se hacía cargo del aseo, de tener comida e insumos suficientes y de dormir. Si Melisa o Agustín le hablaban, José respondía de manera vaga y distante, para luego olvidar lo que le habían dicho. 

Este estado de las cosas se mantuvo por unos meses hasta que, casi de un momento a otro, Agustín volvió a ser el de antes. Dejó de pasar días enteros encerrado en su habitación a oscuras y ya no tenía olor a cantina. Parecía haber dejado todos los vicios que se habían exacerbado durante su periodo extendido de duelo, excepto el de fumar. Para Melisa, parecía incluso mejor que antes, con la risa a flor de piel y la imaginación infantil que le caracterizaba. Lo que no recuperó fue su trabajo. Se quejaba con José de que no podía encontrar una manera de aportar a la economía de la casa, pero no parecía esforzarse mucho por buscar una ocupación. 

Pronto, Agustín comenzó a pedir dinero a vecinos y conocidos, a pesar de que José le daba una mesada, lo que gastaba principalmente en cigarros. A pesar de las dificultades económicas, ese periodo fue casi tan feliz para Melisa como antes de la muerte de su madre. Al menos así lo recordaba mientras estaba inmovil en la cama con sus ojos cerrados. A pesar de casi no ver a su padre en casa y tener que recoger a Benjamín en la guardería en el camino a casa, pasaba las tardes jugando juegos de mesa con su tío, mientras cuidaban del pequeño bebé. De vez en cuando Agustín llegaba a casa con algún regalo, lo que Melisa agradecía mucho, aunque luego descubriera que había sido comprado con dinero prestado, el cual nunca devolvió. 

No hubo un momento específico en el que las cosas se volvieron oscuras. Más bien fue un proceso paulatino que hizo imposible para José o Melisa darse cuenta que algo estaba mal antes de que fuera muy tarde. Agustín comenzó a salir regularmente, volviendo muy tarde por la noche, bajo el pretexto de estar buscando un trabajo. Era evidente que mentía, pero nadie le llamó la atención. Melisa estaba obligada a pasar las tardes sola con Benjamín, esperando que algún adulto llegara a casa. Poco a poco se volvió mejor en cuidar a su hermano, aunque sentía que el peso de la familia se estaba apoyando muy fuerte sobre sus hombros. Intentó hablar sobre el tema con su padre, pero este no pareció darle importancia. Simplemente dijo que lo discutirían entre los adultos de la casa, pero nada cambió. Más bien, la ausencia de Agustín se hizo mayor. Lo que comenzó a molestar a Melisa fue que Agustín, en el poco tiempo que estaba con ella, parecía estar más jovial que nunca. Había pasado de la expresión máxima de la tristeza a una irreal felicidad en unos meses. Tal vez esto estuviera bien, pero la intuición y la imaginación infantil de Melisa le hicieron considerar la idea de que estuviese llenando el vacío de su corazón de alguna manera poco sana. Era una idea que ella no podía poner en palabras, pero comenzó a crecer en su subconsciente hasta que cierto día la obligó a tomar acción. 

Fue un martes por la noche. Melisa había dejado a Benjamín durmiendo en la cama de José, donde generalmente hacían dormir al bebé, y estaba intentando dormir en su habitación. Podría haber visto algo en televisión o usar redes sociales hasta muy tarde, pero sentía que necesitaba descansar. Mientras dormitaba, una idea inquietaba sus pensamientos, hasta que de pronto el cansancio ya no habitaba su cuerpo y tuvo que salir de la cama. Salió de su habitación y vio que José ya dormía al lado del pequeño Benjamín. Agustín aún no llegaba. Todo estaba oscuro, tal vez más oscuro que lo normal. 

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Un impulso que venía de la curiosidad, la preocupación y la fascinación hizo que Melisa atravesara el pasillo hasta la habitación de Agustín. Abrió cajones, miró en el closet, revisó bolsillos, buscando algo, pero no sabía qué. Parecía la habitación de cualquier hombre casi en sus cuarenta con nostalgia de sus años de juventud. No había nada sospechoso, pero Melisa seguía buscando algo… alguna pista que la llevara hacia una verdad que no sabía por qué necesitaba descubrir. 

Finalmente, justo antes de darse por vencida, encontró una roñosa mochila que estaba inocentemente apoyada detrás de la cama. Por alguna razón no la había notado antes, pero ahora necesitaba ver su contenido. Su aspecto descuidado y sucio le hacía pensar que no había nada de importancia en su interior, pero Melisa decidió darle una última oportunidad a su curiosidad. Abrió la mochila y encontró que estaba llena de billetes. Eran más de los que podría contar, y de los más grandes que conocía. 

Inmediatamente, una especie de preocupación mezclada con ternura afloró en el pecho de Melisa. Su primera especulación al ver esa cantidad de dinero fue que Agustín lo había conseguido de manera ilegal para poder aportar en la familia y pagar sus deudas. Sin embargo, esto inmediatamente se esfumó, dando paso a preguntas sobre por qué no había pagado nada aún, o por qué su padre tenía que seguir sacrificando su salud y su familia para ganar suficiente para pagar el arriendo y las cuentas. ¿Tal vez lo habría conseguido ese mismo día y pretendía comenzar a pagar al día siguiente? Era una posibilidad muy remota, y permitía que la sospecha creciera en el corazón de Melisa. De pronto, no quiso tocar más ese dinero. Algo había en esos billetes que le decían que se alejara inmediatamente. 

Sólo quiso dar un poco más de alimento a su curiosidad antes de alejarse de la habitación, y comenzó a husmear en el bolsillo pequeño de la mochila. Ahí encontró una pequeña figura de madera. Tenía la forma de la cabeza de un toro, o de algún otro animal parecido. Sin embargo, el artista que la hizo parecía haber usado una insana imaginación para crearlo, ya que tenía varios ojos, donde había pequeñas piedras de colores, además de cuatro cuernos. La imagen hizo que Melisa se sobresaltara y dejara la figura donde la encontró. 

En su cama del hospital psiquiátrico, el cuerpo de Melisa se sacudió sin que nadie se diera cuenta, como respuesta al recuerdo que se desenvolvía en su sueño.

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