III
El horizonte se ve anaranjado mientras el sol se esconde detrás de la casa de los LaLaurie. El hambre y el cansancio no permiten que mueva mi cuerpo gestante, y sé que aún quedan horas para la ración nocturna de alimento. A mi alrededor los hombres y mujeres siguen trabajando, muchos indiferentes, encerrados en la fantasía de sus mentes para evitar la horrible realidad. Algunos cantan en voz baja para levantar sus espíritus, con cuidado de que los amos no les escuchen. Intento seguir recogiendo el algodón de las flores, ignorando el dolor y el cansancio, pero finalmente caigo. Pierdo el conocimiento por un momento.
Veo un rostro. Es más oscuro que el de cualquier esclavo, pero sus facciones no son como las mías. Parece… inhumano.
Me despierta un hombre. Dejó su trabajo por un momento para ayudarme a ponerme de pie. Apenas me levanto, uno de los trabajadores de los LaLaurie se acerca y lo golpea. Lo obliga a volver al trabajo, y luego me grita. Cuando vuelvo a mirarlo reconozco a Waylon, el padre del niño que tengo en el vientre y quien casi siempre se hace cargo de castigarme. Tal vez, haberme embarazado es su mejor forma de castigo. Vuelvo a trabajar y él se aleja, no sin antes darme un latigazo para recordarme cuál es mi lugar.
***
No se cómo sobreviví la tarde ni cómo llegué hasta aquí, pero ya estoy a salvo, por lo menos hasta mañana. El suelo de la choza está casi por completo ocupado por personas durmiendo. Muchos han caído, como siempre, derrotados por el cansancio extremo. Instintivamente me dirijo a mi rincón, donde duermo con otras mujeres. Ellas me han cuidado durante mi embarazo, y están atentas para asistirme durante el momento del parto. Hay otras más en mi condición, todas víctimas de Waylon. Mientras intento mantenerme despierta, como la comida que me tocó. Algunos me dan un poco de la suya, para que alimente a la criatura que tengo adentro. Incluso un hombre nos regala unos trozos de carne seca de un animal que pudo atrapar. Hay conversaciones que no logro entender. Comienzo a desvanecerme, mientras mi mente se disuelve en el olvido. Siento que unas manos gentiles me acomodan para que pueda dormir.
Despierto con un intenso dolor. Me doy cuenta que estuve gritando mientras dormía. Varias personas me miran, mientras me retuerzo en el suelo. La mayor de las mujeres me ayuda a ponerme de pie y me dice que es el momento. Me ayuda a respirar a un ritmo que me tranquiliza. Cuando ya estoy tranquila, me ayuda a ponerme en cuclillas. Un hombre fuerte me afirma desde atrás para no perder el equilibrio. Pujo. El dolor es intenso, pero menos de lo que esperaba. He sufrido mucho más a manos de los esclavistas. Pujo más fuerte y grito. Es un grito de dolor, pero también de liberación. Es una catarsis. Desde el suelo una amiga me avisa que está casi afuera. Debo pujar un poco más, pero me advierten que debo ser silenciosa. No debo llamar la atención de los guardias de la plantación.
Mi visión está nublada, mi concentración está puesta en mi cuerpo y en mi bebé que está llegando a este maldito mundo. Aún así alcanzo a ver a un joven ágil que se escabulle por la única ventana. Ya sé donde va, y eso enfatiza la necesidad de no hacer ruido. Pero grito. No puedo evitarlo. Desde mis entrañas surge un grito que libera mi alma. El dolor de mi espalda, de mi espíritu y de mi gente es expulsado en ese grito. Y mi hijo nace sin dolor, libre del sufrimiento que yo viví. Me acuesto y la mujer que recibió al bebé me lo entrega. Lo abrazo y lo acerco a mi pecho, disfrutando este momento, mientras el miedo se esconde, muy pequeño en mi corazón, imperceptible, pero siempre presente. Los demás limpian el lugar, mirándome aterrados, sabiendo que he sido mucho menos silenciosa de lo que debía ser. El joven que escapó por la ventana está corriendo lo más rápida y silenciosamente que puede. Saldrá de la plantación, pero volverá, porque sabe que si escapa, el castigo es insoportable. Pero se arriesga para poder avisar al señor Waltz. Si tenemos suerte, llegará en la mañana para poder llevarse al pequeño. El señor Waltz no puede ayudarnos a todos, pero puede llevar a los bebés escondidos al norte para ser adoptados por familias libres. Estoy dispuesta a sufrir las consecuencias de liberar a mi hijo. Probablemente seré castigada por robar la propiedad de la familia LaLaurie. Pero todo depende de que no me hayan escuchado. Si los peones de LaLaurie me escucharon, vendrán por él inmediatamente.
Intento alejar mi mente de estos pensamientos y simplemente disfrutar el breve momento que tengo con mi criatura. Ni siquiera quiero darle un nombre, porque cualquiera que sea el desenlace, él dejará de ser mío.
El momento es interrumpido por una patada que abre la puerta, dejando entrar el frío de la madrugada, y a dos hombres de LaLaurie. Uno de ellos es Waylon. Caminan entre esclavos asustados y algunos que aún duermen, a pesar del escándalo. Entran como si nada, incluso pisando a algunos que duermen. Podríamos despedazarlos si quisiéramos. Los superamos grandemente en número y en ira, pero conocemos las consecuencias de atacarlos. Sin decir nada, me arrancan a mi niño de los brazos. El cordón umbilical está aún unido a la placenta que está envuelta en un paño, pero a ellos no les importa. Rápidamente, la partera corta el cordón y lo amarra, para que el niño no se desangre, mientras los peones se alejan indiferentes.
Yo podría quedarme en silencio, satisfecha de que mi hijo está vivo, y tal vez tenga una vida mejor si es que lo aceptan como esclavo doméstico. Pero no lo acepto. Tan cerca estuvo de ser libre, tal vez a unas horas solamente. Nuevamente, no puedo quedarme callada. Grito, me levanto y le hablo a Waylon en su idioma. Es el padre de la criatura, y lo lleva como un paquete nuevo para su amo. Lo encaro y le enrostro su cobardía, su servil naturaleza y su falta de humanidad. A fin de cuentas, él es menos humano que todos nosotros, a pesar de las teorías sobre la forma de los cráneos que repiten los hombres blancos. A nosotros nos persiguen, nos golpean, nos torturan y se roban nuestros hijos, nuestros nombres y nuestro lenguaje. Pero él podría ser libre. Su color le permite decidir qué hacer en esta tierra. Podría ser una persona con dignidad, pero decide libremente ser un perro de LaLaurie y hacer su trabajo sucio.
Interrumpe mi discurso tomándome del pelo y arrastrándome hacia afuera. Salimos de la choza y el otro cierra la puerta con fuerza.
Intentan llevarme a la mansión. Ahí sólo entran los esclavos domésticos, y si uno de los otros entra, nunca vuelve a salir. El insulto al peón tendré que pagarlo caro, pero me resisto. No les hago fácil mi traslado. En el forcejeo, él se harta e intenta deshacerse del bebé que lleva en un brazo. Cuando va a arrojarlo al suelo, el otro lo detiene. Le recuerda que no pueden botar la propiedad de los LaLaurie. El otro hombre toma al bebé con mucho más cuidado, dejando que Waylon me arrastre por el suelo, desnuda, habiendo recién parido, hasta la mansión de los dueños de todo el campo. Lo miro, espero que se de cuenta que lo estoy mirando. Cuando cruzamos miradas, le sonrío y le recuerdo lo que es, un perro. Él me sonríe de vuelta, con ojos vacíos, y me advierte que me debo preparar para lo que me espera dentro de la mansión.
***
Estoy en la habitación del segundo piso. Mi rostro está cubierto por una capucha, mis manos y pies, amarrados. Aún estoy desnuda, y el frío cala en mis huesos. Escucho voces quejándose débilmente. Espero que mi hijo esté bien, y que mi impulsividad no le haya asegurado un futuro horrible. No puedo evitar el llanto. La culpa por haber dejado escapar mi ira, y las consecuencias que me esperan por haber provocado la ira de los amos. Madame LaLaurie vendrá en cualquier momento a hacerse cargo de mí. Lloro desconsolada.
Unas manos me sujetan fuertemente, me golpean y me sacan la capucha. Entre la oscuridad alcanzo a distinguir cuerpos colgados del techo, amarrados desde los pies. ¿Están vivos o muertos? ¿Los conozco? Hay uno que me parece conocido, de un anciano que supuestamente había sido vendido hace unos meses. La sangre mancha su cuerpo delgado y maltratado.
Las manos sujetan mi cabeza y otro par de manos coloca una pieza de metal sobre mi boca. Grito. Me resisto. Pero son muy fuertes, y sujetan el bozal con correas de cuero en mi rostro. Lo aprietan más de lo necesario para asegurar que no caiga. La pieza metálica presiona mis labios y mis dientes, haciéndome sangrar. Ya no puedo emitir ruidos. La capucha vuelve a mi cabeza y escucho pasos y risas apagadas. Una voz desconocida comenta sobre mi incapacidad de estar callada.
El frío se hace más intenso mientras avanza la noche. Caigo dormida, o inconsciente, a ratos. Pierdo la noción del tiempo hasta que escucho gritos en el primer piso. ¿Es Madame LaLaurie? ¿Está regañando a alguien? Hay pasos que se alejan y bajan por la escalera. La voz sigue gritando, mientras escucho latigazos en la distancia. Dice algo de una cocinera estúpida, de que estará encadenada a la cocina mientras piensan qué hacer con ella.
Los pasos suben la escalera y se acercan a mí. Las manos me sacan la capucha y el sol de la mañana que entra por la ventana me deja ciega por un momento. Cuando logro ver, el panorama de la habitación se expresa frente a mí en toda su morbosa extensión. Los cuerpos que cuelgan están todos muertos, excepto por el del anciano, que tiene su mirada perdida y respira con dificultad. Además hay otras personas en el suelo, todas con capuchas. Algunas tienen extremidades mutiladas, otras, marcas recientes de latigazos. No puedo distinguir si están vivos o muertos. En medio de todos está Madame LaLaurie, una figura alta, pálida y dominante. Me ve hacia abajo con desprecio.
Comienza a hablar en su idioma. Entiendo algunas cosas, pero su manera de hablar es muy diferente a la de los peones, y parece mezclar palabras de otro idioma, tal vez francés. Alcanzo a entender que ella hace lo que hace en esta habitación por el bien del orden. Para esparcir el miedo que mantendrá a los esclavos en su lugar. Parece enfatizar que no obtiene ningún placer de la tortura. Uno de sus peones le alcanza un látigo. Ella lo toma y lo mira por un momento, pero luego lo descarta. Pide algo más. El peón se aleja por la puerta y vuelve con mi bebé envuelto en unas mantas y durmiendo tranquilamente. Se lo entrega a Madame LaLaurie y se queda esperando en la puerta. Los dos peones que la acompañan miran con horror. Aún ellos sienten horror al imaginar lo que esta mujer puede llegar a hacer con un bebé en sus manos. Ella ríe y saca las mantas de mi niño. Luego lo toma desde una pierna, dejando que su cuerpo cuelgue. El bebé despierta con un llanto de dolor. Ella ríe.
Sé lo que va a hacer. Amarrada en el suelo y con un bozal no puedo hacer nada más que ver. Podría cerrar los ojos. Podría llevar mi mente a otro lugar, pero no lo hago. La miro a ella, y el frío de mi cuerpo es reemplazado por un calor insoportable. En sus ojos veo la malicia sin límites. Un impulso destructivo que viene desde algo más poderoso que ella. Recuerdo mi sueño del hombre oscuro, cuya piel es más oscura que la de cualquier persona y sus rasgos no parecen completamente humanos. Veo en sus ojos algo similar. Pero LaLaurie parece comandada por algo más poderoso, algo que la obliga a levantar la mano con la que sostiene al bebé.
En ese momento, desde mi estómago, una fuerza imparable surge y atraviesa mi garganta, empujando el bozal que cae al suelo. Ella se detiene, con incredulidad. Mira a los peones mientras la incredulidad se convierte en rabia. Ellos intentan dar explicaciones, pero pronto son detenidos por un grito que viene desde el primer piso. Hay fuego en la cocina. Piden ayuda para apagar el incendio. Si no actúan rápido, toda la casa de madera arderá. Los hombres corren, y Madame LaLaurie camina tras ellos, con mi bebé en su mano. En el marco de la puerta se vuelve hacia mí, me mira a los ojos y amenaza con terminar lo que iba a comenzar. Pero mi ira es superior a la de ella, y es alimentada por otro espíritu. La ira de ella quiere control, la mía quiere la destrucción de ese control. Y mi rostro refleja esa ira al igual que mi garganta que vuelve a rugir. Esta vez el miedo de ella la paraliza. Está paralizada ante una esclava golpeada, desnutrida, desnuda y amarrada en el suelo.
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Me arrastro hacia ella sin dejar de mirarla. El miedo la obliga a obedecer lo que le ordeno con mi mirada. Se agacha y deja al bebé en el suelo. Luego corre hacia la cocina.
Como puedo envuelvo a mi bebé con mi cuerpo. Necesito protegerlo de esta habitación llena de muerte, del calor que sube desde la cocina y de mi propia ira, que se vuelve a esconder dentro de mi.
Mis manos y pies son desatados, no sé por quién. Miro a mi alrededor y no veo a nadie más que los cuerpos en exposición. Me pongo de pie con mi bebé en brazos. Pienso en escapar, pero ¿cómo dejar a esta gente acá? Debo asegurarme de que hay sobrevivientes. Me acerco a los cuerpos en el suelo y los reviso. Sólo uno está vivo. Saco su capucha y desato sus amarras. Se pone de pie y me ayuda a bajar al anciano que cuelga. Todos los demás están muertos.
Sabemos que dentro del territorio de LaLaurie no tenemos futuro. Sólo podemos escapar con esperanza de llegar al norte. Miramos por la ventana como una opción para escapar, pero pronto vemos cómo se acerca una horda de personas blancas. Hay carros tirados por caballos que llevan estanques de agua con mangueras. Un esclavo prófugo no puede pasar por ahí. Vuelvo a mirar hacia la puerta abierta, pero de pronto entra Waylon. Entra y cierra detrás de él. Quiere asegurarse de que no aproveche de escapar en el caos.
Determinado a atacarme se acerca, ignorando todo lo demás en la habitación de tortura. Cuando intenta tomarme de un brazo, instintivamente lo alejo. Mi brazo se siente más fuerte que antes. Lo golpeo y cae de espaldas. Intenta ponerse de pie, pero mi ira vuelve. Me da fuerza para atacar. Sin soltar a mi hijo, me lanzo sobre Waylon y muerdo su rostro una y otra vez. Sus gritos de dolor parecen chillidos de un cachorro castigado por su dueña.
Me vuelvo a levantar cuando Waylon deja de moverse. Los otros hombres me miran con horror. De pronto siento vergüenza y trato de limpiar la sangre que cubre mi rostro.
El caos sigue reinando en el primer piso, y bomberos y civiles llenan el lugar intentando apagar el fuego. Salgo de la habitación y veo que suben hombres por la escalera, mientras LaLaurie, desesperada, intenta detenerlos. Ellos se acercan a mí, y se detienen perplejos ante mi desnudez y mi rostro manchado de sangre. Uno reacciona y pasa por mi lado para presenciar el espectáculo de la sala de tortura, que incluye los cadáveres de varios negros y un blanco con su rostro masticado hasta la muerte, además de dos sobrevivientes paralizados por el miedo.
Nos llevan a mí y a los otros esclavos a un carro policial. A LaLaurie y su familia los llevan a otro especial. Me vuelven a amarrar, pero esta vez son “cuidadosos” y cubren mi cuerpo con una manta. Mi bebé es llevado a algún lugar que espero sea más seguro que la granja de los LaLaurie. En el carro esperamos a que decidan qué hacer con nosotros, mientras el fuego sigue saliéndose de control. No hablamos. Sólo miramos al suelo.
Levanto la mirada y el hombre oscuro está ahí, sentado al lado del anciano, que no parece notarlo. Suelta las amarras del anciano y del otro hombre. Sólo ahí ellos se dan cuenta de su presencia. Lo miran con una mezcla de curiosidad y espanto hasta que él, modificando su rostro de manera extraña, les ruge y los asusta para que corran, perdiéndose en el horizonte. Yo levanto mis manos hacia él para que las libere también, pero él niega con su cabeza. Sonríe con satisfacción y baja del carro. No puedo moverme con mis pies y manos amarradas. Intento saltar del carro, pero en ese momento, el hombre oscuro golpea al caballo, que comienza a correr despavorido, arrastrando el carro por el camino entre el bosque. Intento no caer hasta que el caballo se aleja del camino y lleva al carro entre los árboles. Ahí, el carro se vuelca, lanzándome a la orilla de un arroyo. Mi cabeza aterriza sobre una roca, abriéndose y dejando que la sangre fluya y se mezcle con el agua. El caballo se pierde en la distancia, mientras mi cuerpo yace, esperando que la vida se apague lentamente.
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