HASIRA (primera parte)

I

Voy caminando por la calle luego de un día de mierda en el liceo. Habría sido un día de mierda como cualquier otro, pero pronto se volverá más de mierda. Un grupo de estudiantes, tal vez algunos que yo conozco, están haciendo una barricada en la calle. Es sólo cosa de tiempo para que lleguen los pacos. Entiendo más o menos por qué hacen eso. Vivimos en un país de mierda. Hay que cambiarlo todo, desde el presidente hasta el weon que limpia los baños. Pero la razón de esta revuelta no la sé. ¿Alguna ley nueva que no les gusta? ¿Volvieron a matar a un mapuche en el sur? Como sea, mejor que ellos peleen. Yo me quiero ir, no sirvo para estas cosas. 

Apuro el paso para cruzar la calle y alejarme luego. Mientras cruzo, encuentro ojos que me miran desde las capuchas. Reconozco a un par, ellos me reconocen y siento culpa por irme, pero no puedo quedarme. El humo de los neumáticos que arden en medio de la calle me irrita los ojos y entra hasta mis pulmones. Ya casi llego a la otra vereda cuando escucho las sirenas. Al otro lado doblo por una esquina para tomar el camino más corto hacia mi casa, pero ahí están. Un grupo de energúmenos con uniformes verdes, cascos y escudos. Armados y entrenados para golpear a adolescentes sin armas. Caminan decididos y amenazantes. Yo sé que me llevarán a pesar de no haber hecho nada. Me culparán por estar cerca de los que han destruido el semáforo de la esquina por décima vez este año. Doy media vuelta y cubro mi rostro con mi bufanda. Necesito proteger mis pulmones y mi identidad. Los policías pueden hacer cualquier cosa una vez que identifican a los manifestantes. Vuelvo a la calle y veo que se han reunido muchos más en la protesta. Algunos ya lanzan piedras a los vehículos policiales que se acercan desde el otro lado. En pocos segundos me doy cuenta de que no tengo escapatoria. El brazo armado de la ley se acerca desde ambos extremos. Estamos acorralados. A mi lado cae un cilindro metálico que expulsa un gas malicioso que irrita mis ojos mucho más y atraviesa mi bufanda hasta mis pulmones. Comienzo a llorar. 

Un par de manos me toman desde los hombros y me arrastran. Intento librarme, pero me aprietan con mucha fuerza. Alguien toma mi brazo, alguien más toma mi pierna, y dos grupos pelean por llevarse mi cuerpo. Los policías me quieren llevar a su carro. Los civiles me quieren de vuelta en la calle. Les gritan que yo no he hecho nada, pero los pacos no están acá para entablar diálogos. Golpean a varios con sus fierros, a mi también me llega un golpe gratuito, aunque no opongo ninguna resistencia. Toman a varios más y nos suben a un vehículo policial. Muchos rostros me miran, algunos gritan improperios y protestas, otros resignados esperan ser llevados a un calabozo. Algunos incluso hacen bromas, como si esto fuese de rutina. 

Somos muchos en ese vehículo. Hay varios vehículos más, todos llenos de detenidos. No cabemos en la comisaría de la comuna, así que nos reparten en diferentes lugares de detención. Recorremos la ciudad mientras bajan a personas en distintos lugares, siempre la misma cantidad de mujeres que de hombres. En el recorrido por la ciudad veo apenas por la ventana blindada. Hay barricadas en todos lados, gente protestando con pancartas, otros bailando o pintando las paredes, otros sólo gritan mientras caminan. La policía los golpea a todos, los moja a todos, detiene a todos los que puede. El vehículo ahora está en silencio. Los que se atreven a hablar son golpeados por algún policía descontrolado. Yo me quedo al fondo abrazando mi mochila, pensando en cómo le voy a decir a mi mamá donde estoy, si ni siquiera sé dónde me llevan. El terror se apodera de mí y vuelvo a llorar. 

Paro de llorar cuando alguien me tironea del brazo y me obliga a bajar del bus policial. Ya es de noche y no queda nadie más. Somos diez detenidos frente al edificio policial. Nos hacen entrar uno a uno. A cada uno le revisan sus documentos y los envían a un calabozo de hombres o mujeres. A algunos les meten una bomba molotov en sus mochilas para luego inculparlos. Llega mi turno. Una molotov en mi mochila. Un paco se apura en llevarme al calabozo de hombres. Otro lo detiene luego de revisar mis documentos. Ahí dice que soy una mujer de diecisiete, aunque parezco un niño de catorce. 

—¿Te estai haciendo pasar por hombre? —dice entre ofendido e intimidante. 

El otro policía me empuja a la jaula donde hay más mujeres. Cierran la reja detrás de mí. Uno de los policías me queda mirando. Sus ojos me recorren de arriba a abajo. Luego se va a la oficina de la comisaría y junta mi mochila con las otras, para usarlas como evidencia de lo que no hemos hecho. Me siento en el suelo, porque no hay asientos disponibles. Las demás mujeres del calabozo son mucho mayores que yo. Parecen tener más experiencia siendo detenidas. Aún así, todas parecen tener miedo, algunas lo ocultan mejor que otras. 

La que se ve mayor parece tener unos cincuenta años, es una mujer muy grande, de hombros amplios y un cabello largo de color ceniza que los cubre. Se acerca a mí con una mirada me transmite serenidad. 

—Tranquila —comienza—, estas cosas pasan rápido. Nos vamos a aburrir acá un rato y después nos vienen a buscar los abogados. Estos están tratando de inculparnos, pero sus pruebas no van a servir de nada. 

No se que responder. Sólo siento que quiero abrazarla, que mi pequeño y famélico cuerpo desaparezca entre los pliegues de su enorme humanidad. Una respuesta estúpida sale de mi boca, una frase que me he acostumbrado a repetir cuando conozco a una persona nueva. 

—Prefiero que no me trates como mujer. 

—Ah. Ya veo —responde un poco confundida, pero con curiosidad—. Por eso tienes el pelo tan corto y tratas de ocultar tus… cosas, con esa ropa grande. ¿Te identificas como un niño?

—No. No soy ni mujer ni hombre. —quiero usar otra palabra, pero no quiero confundirla más. 

La conversación es interrumpida por un resoplido al otro lado del calabozo. Una mujer muy atlética y con ropa ajustada me mira desde su asiento. Sonríe de una manera que siento que es como una burla. 

—Peleamos toda la vida para liberarnos para que las pendejas ahora se crean otra cosa. —dice, y luego mira hacia otro lado. Otro resoplido. 

—Déjala —intenta disculparse la señora en nombre de las dos—. Es que esto es nuevo para nosotras. Pero lo importante es que  estamos del mismo lado. 

—No se preocupe —le respondo—. Ya me acostumbré a esas reacciones. 

Nos vuelven a interrumpir. Esta vez es el mismo carabinero que me miraba antes, golpeando su fierro contra la reja. Sonríe mientras afirma su cinturón con una mano y se toca el cabello rubio. 

—Ya pendeja, vamos a ponerte en tu lugar. 

Las mujeres del calabozo se conmocionan. Algunas se ponen de pie. 

—¿Qué le vai a hacer, conchatumare? —contesta la mujer grande, intuyendo alguna intención del policía. Yo no entiendo nada. 

La mujer atlética se acerca. Ya no hay burla en su rostro, sino rabia. 

Desde el otro lado viene otro policía y abre la reja. La mujer atlética se abalanza sobre él y este la empuja con fuerza, para luego darle un certero golpe en un ojo con su bastón. El primer policía me toma de un brazo y me arrastra fuera del calabozo. Otras mujeres intentan tomarme, pero reciben golpes con los bastones. La mujer grande cae de espaldas mientras de su nariz brota sangre muy líquida y oscura. Cierran la reja y me arrastran hacia una oficina. 

En la oficina cierran la puerta de golpe y me arrojan como un muñeco sobre una mesa. El policía me observa de nuevo mientras se muerde el labio inferior. El otro se apoya sobre la puerta mientras intenta contener su risa. 

—Sánchez, weon, estai loco —dice, como diría un niño que ve a su hermano mayor haciendo una travesura—. Esta wea se puede saber y cagamos los dos. 

—Nada sale de acá —contesta el rubio que no deja de mirarme—. Han pasado cosas peores en esta comisaría y nadie nunca sabe. 

Los ojos del otro se iluminan, como si esperara ver un espectáculo impagable, mientras el horror y la impotencia crecen dentro de mí. Por tercera vez en el día comienzo a llorar, pero esta vez es un llanto que nunca había sentido antes. Siento que todas mis fuerzas y todo mi ser se deshicieran en forma de lágrimas que caen por mi rostro. Sé lo que va a pasar y no tengo manera de detenerlo. El policía rubio sonríe aún más. 

—Eso, muy bien —dice—. Así te ves más bonita. Y después de lo que te voy a hacer te vas a sentir más mujer. Para que no andes engañando a los hombres por ahí. 

Toma mis pantalones con fuerza. Los tira, mientras yo intento mantenerlos en su lugar. Luchamos hasta que se rompen. Estúpidamente, en vez de pensar en lo que me va a pasar, pienso en lo que le costó a mi mamá convencer a la gente del liceo para que me dejara usar pantalones y un uniforme menos ajustado. Pienso en lo que tuvo que pagar ella por esos pantalones que ahora el policía está haciendo pedazos. Mis piernas quedan expuestas y también mi ropa interior. El policía suelta una carcajada. 

—Mira esa wea que tienes puesta. Igual ya sé lo que hay debajo. 

Acerca su mano a mis boxers, los toma firmemente, la piel áspera de sus dedos roza la piel de mis caderas. Me siento completamente vulnerable. Estoy a punto de abandonar toda esperanza, de dejar que mi conciencia se vaya a otro lugar, esperando que esto termine pronto, pero algo me obliga a quedarme. De pronto todo el miedo, la impotencia y la desesperanza se convierten en rabia. Una ira inunda mi vientre hasta desbordarlo, sube por mi estómago y sigue hasta mis ojos. Mi sangre se convierte en un río de lava que hierve y amenaza con explotar. 

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Las manos del policía arrancan mi ropa interior, pero ya no tengo miedo. Lo miro a los ojos y grito. Todo el odio que siento hacia él se proyectan a través de mi voz por la oficina. De pronto la puerta se abre y asoma el rostro de una mujer policía. 

—Sánchez, de nuevo por la mierda. —alcanzo a escuchar antes de que el otro policía la empuje y vuelva a cerrar la puerta. 

—Grita no más —dice Sánchez—. No sacas nada. 

Vuelvo a gritar, pero esta vez es una voz más grave la que se proyecta por el espacio. Un ruido gutural que surge desde otro lado. No es mi cuerpo el que produce ese sonido, sino que viene desde una parte incorpórea de mi ser. La voz, gutural y oscura, se apodera del lugar. Es un sonido tan oscuro que también afecta a la luz, y de pronto toda la oficina queda en penumbras. Los policías miran a todos lados buscando una explicación. Ahora la expresión de seguridad y perversión de Sánchez pasa a la confusión  y la incertidumbre. Los dos policías miran la ampolleta que cuelga del techo, pero esta sigue emitiendo luz, sólo que es detenida a medio camino por la oscuridad que viene de mi. Yo también me sorprendo por lo que ocurre. No puedo dejar de gritar, pero aprovecho que los policías ahora tienen miedo para recuperar mi ropa interior y abrazar mis piernas. Mi rostro está petrificado en una mueca de ira, mientras el grito sigue surgiendo de mi garganta, como si de pronto mi cabeza fuera controlada por una fuerza completamente diferente que el resto de mi cuerpo. 

Ante la incrédula mirada de los policías y mi rostro petrificado, la sombra que sale de mí se concentra en un punto específico, tomando la forma de un hombre. Es una figura delgada y alta, con un angulado rostro que sólo se puede adivinar entre las sombras. Sus ojos son blacos, de un blanco que condensa toda la intensidad de la ira y el miedo que corren por mis venas hirviendo. La figura se acerca a Sánchez, quien retrocede hasta la puerta. El otro policía intenta abrirla, pero no puede. Desde el otro lado alguien golpea desesperadamente. Lentamente, la figura levanta una mano hacia Sánchez, mientras sus ojos proyectan un brillo rojo insoportablemente poderoso. Sánchez ya no puede retroceder más e intenta tomar su arma, pero sólo encuentra su piel desnuda. Sus pantalones y su pistola están en el suelo, y parece recién haberse dado cuenta. Yo tampoco lo había notado hasta ahora. El otro policía sí logra tomar su pistola  y apuntar. La figura no se inmuta y sigue acercándose hasta tocar al policía sin pantalones. Cuando hace contacto con su piel, Sánchez grita de dolor, mientras su entrepierna se prende fuego. Sin creer lo que le ocurre, mira como sus genitales se carbonizan entre las llamas. Cae de rodillas, rendido ante el dolor, mientras la figura y yo lo  seguimos con nuestras miradas. La figura lo toca en la frente y su cabeza revienta en cientos de trozos que manchan las paredes de rojo. 

El otro policía grita desesperado, mientras intenta abrir la puerta que no cede. La sombra lo toca a él también y en un instante el cuerpo del hombre se deshace, convirtiéndose en una masa de sangre y carne en el suelo, mezclada con su ropa y restos de sus huesos. Luego, la figura se da vuelta hacia mí. Noto una sonrisa de satisfacción sobre la imposible oscuridad de su rostro. Esa sonrisa me libera. Al fin me puedo volver a mover, cerrar la boca y dejar de gritar. La sombra con forma de hombre comienza a difuminarse, como el humo en una fogata que se lo lleva el viento. Por fin, la puerta se destraba y la persona del otro lado logra abrir. Es la mujer policía de antes, quien queda congelada de horror ante lo que ve. Me mira, sin atreverse a acercarse. Yo intento decir algo, pero mi cuerpo no responde, y lo único que puedo hacer es mirarla a los ojos. Lo último que veo es su expresión de incredulidad y terror, luego todo es oscuridad. 

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