II
Estoy acostado sobre la hierba como siempre, dejando que el sol caliente mis piernas mientras la sombra de mi árbol preferido protege mi cuerpo. Estoy dormitando y al mismo tiempo pensando en qué haré con los panes extra que he preparado. Podría intercambiarlos con los viejos por alguna tela, o simplemente regalarlos. De pronto la modorra desaparece con el grito de un niño. Es un grito de entusiasmo, típico de cuando llegan los cazadores. Ya era hora, llevaban varios días sin volver. Espero que la espera haya valido la pena. Mientras me levanto pienso en alguna broma que haré para destacar la demora, además de la típica burla sobre el tamaño de las presas. Aunque esté harto de los mismos chistes, es parte de mi deber bajarle los humos a los cazadores, para que no se sientan indispensables y quieran acumular poder.
Cojeo detrás de los niños que corren hacia el camino entre las chozas. A la distancia veo varias figuras acercándose. Hay algo extraño, pero entre el sueño y la distancia no puedo darme cuenta qué es. Paso por mi choza a recoger unas frutas y agua. Tal vez los cazadores apreciarían algo fresco a la llegada.
Cuando ya están suficientemente cerca, lo extraño de las figuras se hace evidente. Son muchos, y llevan ropas extrañas que cubren sus extremidades por completo y parecen muy gruesas. Sólo puedo imaginar lo caluroso que debe ser usarlas en vez de las telas delgadas que usamos nosotros. Tal vez usan esos ropajes para proteger su piel, que parece débil. Una piel tan descolorida y pálida no puede ser fuerte ante los elementos. Me dan algo de pena esas criaturas. Hay uno de ellos que monta un animal del que sólo había escuchado hablar en historias. Tiene que ser alguien muy importante para venir con tantos de los suyos y sobre una bestia, como lo haría un guerrero. El pelo en su rostro lo hace aún más extraño. No se puede ver su boca por tanto pelo que crece desde debajo de su nariz. Realmente es un grupo inusual, y despierta mi curiosidad y algo de miedo.
Espero con impaciencia a que se acerquen más, mientras más adultos se congregan a presenciar la llegada de los extraños visitantes. Los niños son llevados a sus hogares. Cuando ya están a menos de cien pasos, podemos ver que tienen objetos extraños en sus manos, como bastones con trozos de metal. Pero lo que despierta el verdadero horror es que el hombre que monta la bestia lleva dos cuerdas afirmadas de una mano, y ellas están amarradas a las manos de mis hermanos. Dos de los cazadores más exitosos de la tribu están amarrados y son obligados a caminar con esta tropa maldita. Algunos protestan ante esta insana imagen, aunque se sobrepone el silencio de la incertidumbre.
El hombre baja del caballo y se acerca a mi. Me habla con palabras que no entiendo, y hace gestos que parecen de saludo. Yo lo saludo, pero él me ignora. Sigue hablando con sus palabras y luego hace una pausa. Entiendo que espera una respuesta, así que yo le digo que no entiendo lo que me habla. A esto él responde con mucha pasión y me muestra una escultura. Le quiero volver a responder, pero su ira y frustración se elevan. Quiero preguntarle por qué mis hermanos están amarrados, pero no puedo, así que me intento dirigir a ellos, pero recibo un golpe. Caigo al suelo y las frutas y el agua caen de mis manos. Mis hermanos gritan desesperados. Intento levantarme y vuelven a golpearme. Uno de los bastones de la tropa resuena con un estruendo. Alguien cae. Alguien grita. Alguien sangra. Los niños corren desde las chozas. El fuego y la muerte son repartidos por la aldea.
Accede a material exclusivo y ayuda a este humilde creador convirtiéndote en mi mecenas. Puedes comenzar por sólo un dólar al mes.
***
Los grilletes en mis tobillos me rompen la piel. Aunque me pudiese sacar las cadenas, difícilmente podría escapar. Tengo pocas fuerzas por lo poco que he comido, y mis piernas están muy dañadas por las cadenas y los golpes. Creo que hay algunas llagas infectadas y me está comenzando a dar fiebre, lo que me nubla la vista a ratos. Mi deterioro físico es evidente, pero eso no detiene al hombre que me golpea para que siga excavando. Hay piedras en la tierra que los invasores quieren llevar a un lugar muy lejano. Ya han sacado incontables piedras, destruyendo la tierra donde crecía la naturaleza que nos entregaba todo. Ahora son sólo excavaciones, hechas por gente encadenada, obligada por hombres con sus armas de pólvora.
Mi atención se vuelve hacia el horizonte, desde donde llega una nueva carga de jóvenes para reemplazar a las personas que mueren todos los días en la excavación, llenando las interminables fosas comunes. Llegan rápidamente, arrastrados por la bestia, que ahora sé que se llama caballo, que lleva al hombre con pelos en la cara. Él es el único que no camina, llevado por el único caballo que muchos han visto en sus vidas. El resto de sus hombres lo escoltan caminando con sus armas preparadas. Los jóvenes lo siguen con los grilletes ya fijados alrededor de sus tobillos.
El más joven de todos, tal vez de unos ocho años, no para de llorar. Uno de los escoltas lo lleva a la excavación y le entrega una picota. El niño apenas la puede levantar y no sabe qué hacer. Entre gestos y gritos exasperados, el escolta le explica que debe romper la tierra con la herramienta. El niño lo intenta, pero no puede y suelta la picota. Lo golpean, le gritan y vuelve a levantar la picota. El escolta espera a que vuelva a intentar golpear la tierra. En cambio, el niño lo golpea en un pie. El niño no para de llorar, con su inocencia rota por una prematura madurez que le permite saber que este gesto de rebeldía le costará caro. Aún así lo ha hecho. Es la arrogancia de la juventud que le permite hacer lo que todos habíamos querido hacer pero no nos atrevíamos.
El escolta salta en un pie en un espectáculo ridículo que saca una sonrisa de todos. El hombre de la barba lo mira desde el caballo, tal vez esperando que se haga respetar, o él también pagaría una consecuencia. El escolta recupera su compostura y golpea al niño en la cara con su arma. El niño cae al suelo, llorando con más intensidad, mientras la sangre brota por su nariz. El escolta lo apunta con su arma, pero en vez de disparar prefiere darle otro golpe, y otro, y luego otro más. El niño llora, mientras sigue siendo golpeado. Todos miramos, resignados. Más golpes caen sobre el pequeño rostro, mientras el niño llora, hasta que la sangre misma ahoga el llanto que finalmente se apaga. El hombre del caballo mira impasible, mientras el escolta se detiene y lo mira, quizás esperando aprobación. Desde el caballo, el hombre no hace ningún gesto. Simplemente da media vuelta en su caballo y se va. Los que están a cargo de la excavación rompen el silencio con sus gritos que no entendemos, pero sabemos que debemos volver a trabajar, aunque tengamos el alma rota.
Mi fiebre vuelve a subir y mi vista vuelve a nublarse. Alcanzo a dar un par de golpes en la tierra y caigo de rodillas. Veo el rostro desfigurado del niño muerto antes de perder el conocimiento. Todo se vuelve negro.
En la oscuridad y silencio absolutos de mi inconsciencia unos ojos blancos me miran. Se acercan a mi, mientras toda la oscuridad que me rodea se condensa en una figura casi humana. Su piel es completamente negra, tan oscura como la noche sin luna en el corazón de la selva. Viste ropas también negras, que parecen hechas de la tela más exquisita del mundo, y con formas que nunca había visto antes. Me mira a los ojos desde el vacío de los suyos, y me toma de los hombros. De pronto, toda la rabia de mi alma, mezclada con la ira de miles de seres que nunca conoceré, le da una energía incontrolable a mi cuerpo.
Despierto.
Estoy acostado, desnudo. A mi lado está el cadáver del niño. Debajo de mí hay más muertos. Me doy cuenta que cae tierra sobre mi cuerpo. Estoy cubierto hasta el cuello y hay una fosa que se extiende hacia el cielo. Estoy a dos metros bajo tierra. Desde arriba siguen lanzando tierra. La ira dentro mío no se ha disuelto, y me da energía para trepar. Cuando salgo del agujero, los hombres me miran con horror y dejan caer sus herramientas, petrificados.
A la distancia veo al hombre que asesinó al niño. Me acerco a él a una velocidad imposible. Cuando me ve, su rostro muestra la misma incredulidad de los otros hombres y aún más terror. Sin darle tiempo de reaccionar lo tomo de sus brazos y presiono con mis manos. Es una presión insoportable. Mientras grita de dolor, siento como sus huesos se rompen, la piel colapsa y la sangre comienza a derramarse. Finalmente sus brazos se separan de su cuerpo. Él cae sobre el charco de sangre, aún consciente, sintiendo cómo la vida se aleja de él.
Mi misión aún no termina. En algún lugar está el hombre del caballo. De pronto mi voluntad destructiva logra que mi cuerpo aparezca frente al hermoso animal que lleva al hombre a todos lados. Apenas me ve, la bestia se encabrita, relincha y corre hasta perderse, dejando en el suelo a su amo, quien intenta levantarse sin entender, sin creer lo que hay frente a sus ojos. Comienza a llorar. Dice palabras que no comprendo, que se mezclan con sus lágrimas, sus mocos y su baba. Mira hacia el cielo, tal vez buscando la ayuda de su dios. Pero yo sé que su dios lo ha abandonado. Uno más poderoso está a mi lado, y su sola presencia hace que el dios de los invasores escape cobardemente.
El hombre oscuro me observa y asiente, aprobando lo que estoy por hacer. Con un pie aplasto el pecho del invasor que aún no se levanta. Lo piso con mucha fuerza, y mi peso se multiplica con la ayuda de las almas que habitan mi cuerpo, reclamando venganza sobre quienes les han abusado. Su pecho explota, manchando todo de sangre. Vuelvo a levantar mi pie, revelando el corazón destrozado al hombre que yace en el suelo, muriendo, esperando que su alma se reúna con la mía en el lugar sin tiempo.
Caigo sobre el cuerpo de mi víctima, dejando que la sangre me bañe a mi también. Estoy muriendo al fin. Lo último que veo antes de que mi cuerpo comience a descomponerse es el rostro del hombre oscuro, sonriendo con satisfacción.
Si quieres leer mis mejores cuentos en la comodidad de un Kindle o en formato físico, entra acá.