Fuente de Poder, Parte 1.

La neblina de madrugada de la ciudad de Castro se mezclaba con el vapor y el humo del tren aéreo de Ignacio Cárdenas que descendía lentamente sobre los adoquines. Un grupo de niños se reunió alrededor para observar la novedad. No era común ver este tipo de vehículos en una ciudad tan alejada de la capital. Los niños observaban atónitos como una mole de varias toneladas de acero descendía desde el cielo como si no pesara nada. Todo esto gracias a la energía del petróleo, la presión del vapor y la cualidad anti gravitacional del ectoplasma reunido en un acelerador de ectoplasma. El coloso dorado y plateado presentaba algunas manchas de óxido en la parte inferior, debido a la humedad que tuvo que soportar durante las trece horas de viaje. A pesar de la escasa mantención, el dorado y plateado de su estructura hacía alucinar a los niños que se habían levantado descalzos y habían salido mucho más temprano de lo habitual para ver el espectáculo. Era una oda al ingenio humano y a los rápidos adelantos que se estaban logrando.

Cuando ya se hubo detenido el motor a vapor y el acelerador de ectoplasma en la parte posterior dejó de emitir un brillo púrpura, se abrieron las compuertas laterales por donde descendieron tres trabajadores de Ignacio Cárdenas. Rápidamente los niños los cubrieron de preguntas sobre el funcionamiento de tal titánico aparato. Los hombres, que demostraban una destreza y conocimientos técnicos superiores, a pesar de su ignorancia en otras áreas, no respondieron nada y se enfocaron en asegurar el vehículo al suelo. De manera casi coreográfica se dedicaban a enganchar cadenas a los adoquines sujetándolas con una gelatina azul súper resistente creada por el equipo creativo de Cárdenas. Cuando el vehículo estuvo completamente asegurado, Luis Barril avisó a su jefe que podía descender. Entonces los niños dejaron de hacer preguntas para contemplar la imagen de un hombre resuelto, alto y corpulento, de cabello largo oscuro y engominado. Estaba vestido con un traje negro y una camisa roja de la que se veía solo el cuello. Tal elegancia contrastaba notablemente con la rudeza de los trabajadores de trajes amarillos y roñosos, y con la pobreza de los niños y de la ciudad que los rodeaba.

Ignacio Cárdenas volvía a su pueblo natal luego de cinco años de haber partido a Santiago. Durante ese tiempo se dedicó a estudiar y comenzar un lucrativo negocio que le permitió comprar, entre otras cosas, su elegante traje y desarrollar su tren aéreo. Este era el medio de transporte más novedoso de la década, lo que significó réditos monetarios inmediatos e inimaginables. Otros habían creado máquinas similares, pero ninguna tan eficiente y capaz de viajar por tan largas distancias. Esta ventaja comparativa se debía al acelerador de ectoplasma, un accesorio que se valía del sufrimiento de las almas extraídas a los muertos, para generar una energía capaz de hacer levitar grandes estructuras por largas distancias. La competencia tecnológica de Cárdenas, o bien no contaba con los medios para manufacturar tales aceleradores, o tenían demasiados escrúpulos como para trabajar con almas sufrientes. La falta de escrúpulos de Cárdenas le sentaba bien para los negocios y lo convertía en un ser superior en una era centrada en la técnica,  la razón y el dinero. A pesar de las críticas de la opinión pública, el negocio del tren aéreo no se detuvo, ya que en el país no existía legislación sobre el uso de almas (hasta hace poco, se dudaba incluso de su existencia), por lo tanto no infringía ley alguna al alimentar su máquina con estas.

A pesar de todo lo que se hablaba sobre este personaje, aún quedaban algunas zonas cálidas en su corazón. Era una de estas zonas la que lo forzó a volver a una ciudad que nada había hecho por él.  Ciudad que seguramente ahora lo recibiría con un cínico amor para aprovechar algo del éxito de Ignacio.  Si bien, la fibra que unía a Ignacio con la ciudad se conformaba en parte por amor a sus raíces,  el principal componente era el inexplicable deseo y el ilógico amor por una mujer chilota. Ni las más salvajes orgías en la capital,  ni las más brutales dominatrix o brillantemente sumisas prostitutas de la capital fueron capaces de borrar el recuerdo de aquella morena corpulenta que evitaba que el corazón de Ignacio Cárdenas se convirtiera en un bloque de hielo.

El recientemente roto corazón del joven e inocente Ignacio viajó a bordo de su pecho por varias regiones del país. Atravesaron, Ignacio y su corazón trizado, en un carro tirado por caballos hasta Ancud, luego cruzaron en bote por el Canal de Chacao hasta el continente. Desde ahí, fue un tren a vapor el que lo llevó por un camino interminable lleno de detenciones innecesarias y problemas técnicos hasta Santiago. Era el primer ciudadano de Castro en años en llegar a Santiago para estudiar. No fue muy bien recibido por la hostil capital. Constantemente menospreciado por venir de una ciudad decadente, fue desarrollando una coraza que lo convirtió en un hombre duro e insensible. Además logró aprender estrategias para sobrevivir en un mundo violento, donde la ética no era relevante. Así se convirtió en el más brillante de su clase y revolucionó el pensamiento moderno con sus nuevas ideas. Su premisa fundamental era sacar el máximo provecho de todo. Incluso si se trataba de personas o si traía consecuencias para otros. Su mayor contribución a la ciencia fue comprobar que las almas de las personas existían. Pero, a pesar de las fuertes implicancias filosóficas y religiosas que este descubrimiento despertaba, Ignacio sólo vería utilidades, e inmediatamente comenzó a extraer almas de la morgue. Más adelante, para evitar la oposición, las extrajo sólo de los condenados a muerte, que no eran pocos. Usando electricidad proporcionó muertes más lentas y dolorosas, lo que resultaba en almas con más energía.  

Al llegar a Castro el acelerador contenía dos almas. La de un condenado a muerte por la violación de una menor y la del padre de esta que intentó asesinar al violador. Un solo incidente que le daría energía para volar una semana. Fue una lástima para Ignacio no poder cosechar también el alma de la niña. Seguramente una pequeña abusada habría sufrido lo suficiente como para volar un mes.

El tren volador quedó en la plaza central acumulando polvo y asombrando a los transeúntes mientras Ignacio se tomó la tarde para descansar. Sus trabajadores cercanos se dedicaron a probar la gastronomía y a las mujeres locales. A pesar de la buena paga que recibían, no gastaban mucho en alcohol, ya que debían estar siempre atentos y dispuestos a una posible llamada del jefe. Ignacio Cárdenas sólo dormitaba en su habitación en el hostal, mientras pensaba en cómo hacerse notar aún más en su llegada a Castro. De alguna forma debía llamar la atención de Elsa Carrizo, la mujer que quería volver a poseer.

La oportunidad de hacerse notar no tardó. De hecho llegó sin que la buscase. A las diecisiete horas tocaron la puerta. Era el alcalde de la ciudad que le pedía una demostración del funcionamiento de su tecnología para asombrar a los habitantes. Además, le ofrecía una reunión para unir esfuerzos en pos de la modernización de ese pueblo olvidado por el progreso del resto del país. A Ignacio no le interesaba hacer nada por la ciudad pero de alguna forma debía ganarse la simpatía de la gente y evitar problemas. Fijaron la reunión para la semana siguiente. Lo primero era presentarse a la comunidad como el habitante de Castro que pudo surgir en Santiago y traería la modernidad a la isla. Esto también inspiraría a los jóvenes, dándoles la ilusión de poder surgir y dedicarse a algo diferente de pescar y cultivar papas.

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A las veintiuna horas ya estaba la plaza llena de curiosos. Los hombres de Cárdenas habían improvisado un escenario frente al tren volador y tenían el acelerador de ectoplasma desacoplado de la nave. Sobre el escenario estaba el alcalde con un ampliófono, lo más moderno que había para amplificar una voz. Era una bocina de acero conectada a un cable de cobre que llegaba a una caja de metal que tenía el alcalde en la mano. Él se podía mover mientras la bocina estaba fija. Al lado del alcalde había una silla eléctrica de madera y metal, diseñada y traída por Cárdenas. Uno de los trabajadores estaba encargado de manipularla y frente a él estaba el acelerador. Este se veía como una campana transparente con líneas doradas en la base y otras que subían hasta la parte superior. A través de la superficie transparente se veía una especie de dínamo con dos luces púrpura girando alrededor. Los espectadores habían escuchado que el acelerador proporcionaba una energía potentísima que podría iluminar casas sin usar velas.

De pronto el alcalde comenzó hablar tímidamente y lentamente tomó más confianza en el escenario. Luego de una aburrida introducción presentó a Ignacio Cárdenas. La gente aplaudió entusiasmada. Haciendo un gran esfuerzo, Ignacio fingió algo de emoción en sus ojos. Quería parecer alegre y cercano, pero parecía más bien un psicópata. Brevemente intentó exaltar los beneficios de la ciencia y la tecnología, pero su lenguaje más bien confundió a la sencilla audiencia. Sin embargo todos miraban pacientes esperando a que los dejaran boquiabiertos. Cárdenas presentó su gran invento y anunció una demostración de cómo extraer energía sacando ventaja de lo peor de la sociedad. En pocos segundos, otros trabajadores trajeron a un anciano al escenario y lo amarraron a la silla. Todo el pueblo abucheó, ya que todos acordaban en su culpabilidad sobre los asesinatos de cuatro jovencitas. Ningún juicio se había llevado a cabo y nadie reparó en su incapacidad para moverse bien. En este pueblo aislado, la justicia era arbitraria y si un acusado no tenía los medios físicos para asesinar, se asumía que era brujo.

La gente sabía que el hombre sería ajusticiado, pero no tenían idea de que se trataba la silla eléctrica. Para ellos las ejecuciones eran simples y rápidas. En cambio, presenciaron un espectáculo que conmovió sus conciencias y corrompió sus estómagos. La silla fue conectada con un grueso cable al acelerador de ectoplasma y dos luces rojas se encendieron. Esto indicaba poca energía. Debían hacerlo sufrir más para extraer más energía. Luis Barril movió una manilla en una mesa de control, encendiendo la silla en la mínima intensidad, lo que aseguraba un intenso dolor por varios minutos. De las manos del anciano comenzó a brotar vapor mientras los dedos se volvían negros como carbón. Los ojos del hombre miraban al público mientras se hinchaban con sangre hasta quedar a punto de caerse. Los niños preguntaban a sus madres qué era lo que ocurría. Nadie tenía respuestas. La mayor tecnología e ingenio humanos estaban siendo utilizados para provocar el mayor dolor posible.  Para esta gente la muerte era algo cercano, necesario para el continuo ciclo de la vida, pero nunca un espectáculo cruel. Un cordero moría rápido para alimentar a sus dueños o un asesino moría para no matar más. Pero en este escenario la tortura era entretención, consumo y combustible.

Luis Barril aumentó la intensidad y los ojos del anciano no dieron más, hasta que el izquierdo cayó y quedó colgando mientras el derecho reventó, marchando el rostro de Cárdenas, quien al fin mostraba una emoción genuina de satisfacción. La mandíbula del ejecutado se tensó al punto de romper los dientes que salieron disparados en fragmentos. Sólo en ese momento se dignó a gritar, pero su quejido desgarrador no duró mucho ya que la boca se llenó de sangre y vómito. La vida del supuesto asesino ya se desvanecía y el acelerador encendía seis luces. Ambicioso, Ignacio le propició espontáneas y certeras patadas en la ingle, lo que aportó con una luz más. Finalmente, la existencia del anciano se extinguió dejando un cuerpo carbonizado, bañado en sangre y con la piel casi derretida y pegada a la madera de la silla. El olor a grasa frita, tan familiar para los ciudadanos, emanaba con un nuevo significado.

La gente se retiró en su mayoría. Cárdenas miró a su escaso público esperando aplausos de admiración y sólo recibió miradas de desaprobación. Incapaz de entender las emociones de ciudadanos incultos y simples, se decepcionó. Inmediatamente los juzgó de ignorantes que no comprendían un proceso completamente natural en el mundo moderno. Ni siquiera el alcalde se quedó a presenciar el milagro de la tecnología, el premio que el avance de la técnica daba a tal crueldad. De pronto, el cable que salía de la silla se encendió con un brillo intenso. Este brillo avanzó hasta llegar al acelerador donde poco a poco apareció una nueva luz púrpura. Era una nueva alma que permitiría una semana más de vuelo.

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