Víctor miraba al joven cubierto de sangre dentro del vehículo policial. En su carrera como carabinero, Víctor había acompañado a incontables detenidos dentro de los vehículos, muchos de ellos violentos ladrones o asesinos y nunca sintió un poco de miedo al tenerlos cerca. Víctor había demostrado ser uno de los más rudos y arrojados, y la adrenalina de su trabajo era lo que alimentaba su vocación. Esta era la primera vez que sentía miedo, y se trataba sólo de un adolescente.
—Es sólo un cabro chico— repitió Víctor en su cabeza por décima vez, mientras no le quitaba la mirada de encima a Gabriel. Sólo esperaba que se mantuviera inconsciente hasta llegar a la comisaría donde lo encerrarían. El cuerpo desmayado del joven fue encontrado cubierto de sangre dentro de su casa. Era el único sobreviviente de un incidente aún desconocido, pero la disposición de la escena, la sangre de sus familiares cubriéndolo y la sierra en sus manos hacían suponer que era el perpetrador de un abominable crimen. ¿Abominable? ¿Era esa la palabra que podría describir lo que Víctor vio? Víctor conocía de primera fuente muchas abominaciones. La mayoría estaban motivadas por la codicia, la pasión descontrolada, los celos, la ira. Víctor intuía que existían, detrás de todos los actos criminales, explicaciones o sentimientos que los hacían de alguna manera entendibles, hasta aceptables. Esta intuición, de alguna forma, había logrado alejar el espanto de su espíritu, y le había permitido mantener sus creencias intactas. Pero lo que acababa de presenciar… ¿tenía alguna justificación? ¿qué motivaba a un joven a llevar a cabo tal… atrocidad? Al parecer no había nada que pudiera explicar el crimen cometido por Gabriel. Y esto era lo que más aterraba a Víctor.
O tal vez sí había un motivo… Pero este era muy elevado para Víctor. Se trataba quizás de la obra de arte más grotesca que pudiera imaginar un hombre simple como él. ¿O estaba más allá de su imaginación? Por un momento Víctor pensó que podría ser una especie de sacrificio humano. Un tributo a un Dios desconocido. Esa incertidumbre sólo alimentaba su horror. La idea, o simple noción de que pudiera haber un Dios capaz de motivar tales acciones lo aterraba, porque estos dioses estaban ya muertos… ¿cierto? Y esto, más que las atrocidades cometidas por criminales del Estado y maltratadores de mujeres, remecía las bases de sus creencias en la sociedad en la que vivía… ponía en peligro el orden público. Todo este aterrador caldo de cabeza era alimentado por un cabro chico de… ¿cuánto?… ¿quince años? Pero es que… ¿cómo podría haber hecho todo él solo? Asesinar y luego trozar los cuerpos de las cinco personas que vivían con él. ¿Él solo? Era bastante robusto el joven. Puede ser. Pero… ¿Por qué? No era un arrebato de ira. Era más bien planificado. De otra forma, ¿cómo habría montado tan bien las partes de las personas para armar una escultura de carne, hueso, piel sangre, interiores? Cada parte bien cortada y unida a otra para dar la apariencia de la enorme cabeza de un toro. Un toro hermoso, (la idea de haber pensado por un instante que tal aberración era hermosa alimentaba más el espanto de Víctor) con nueve ojos. Cada uno de los nueve ojos tenía en su interior, como pupila, un ojo humano. Todos verdes. Y en el centro del rostro bovino se podía apreciar la cara sin ojos de una muchacha. La misma que la noche anterior Víctor había tenido que amonestar por ruidos molestos. Se podía reconocer el mismo rostro. Era la misma persona, pero ahora una expresión de horror indescriptible desfiguraba los rasgos que en vida habían encantado a muchos jóvenes y no tan jóvenes. Seguramente, la obra de arte lucía más detalles, pero Víctor no pudo apreciar más. Su vista se nubló y tuvo que ser sacado de la habitación por sus colegas. Ahora sólo tenía que cuidar de un sospechoso inconsciente y esposado, mientras su compañero manejaba el vehículo. De todas formas, tenía que hablarse a sí mismo para tranquilizarse.
Muchos tuvieron que hablarse a sí mismos para tranquilizarse. Otros hablaban en grupos. Probablemente todo quién era capaz de hablar en el país tocó el tema. Primero para escandalizarse, luego para tranquilizarse. La televisión ayudó mucho a esparcir el miedo. Se discutían teorías sobre el origen de la imagen del toro que habría inspirado al joven y se invitaba a expertos en psicopatología a explicar el asunto. Por alguna razón, todos buscaban explicaciones, como si estas fuesen a deshacer el crimen presenciado. Sin embargo, mucho más que explicaciones, los medios masivos buscaban y emitían los detalles más obscenos. Una y otra vez. Y luego otra más. De pronto casi toda la población pensaba en sangre, carne cortada y huesos quebrados, todos dispuestos para armar un rostro animal. Los que anteriormente habían sido una madre, un padre, una hermana, un tío, y un hermano bebé; personas con amigos, malas ideas, consciencia, sueños incumplibles y materialistas, ahora estaban reducidos a materiales de construcción. Incluso un infame periodista del canal nacional, Diño Fauclarai, tuvo la cruel y ambiciosa idea de entrevistar a la abuela del joven asesino al final del funeral. Fauclarai recibió la desaprobación y el merecido desprecio de la mayoría en las redes sociales, pero su parte en la nefasta serie de acontecimientos ya estaba cumplida. El odio generalizado de la población hacia un adolescente que no tenía recuerdos de sus actos se había asentado. En gran medida, la entrevista de Diño Fauclarai fue la corona de toda la exposición morbosa de las consecuencias de un creativo parricidio. Tal exposición ya tenía a mucha gente considerando la reposición de la pena de muerte, a pesar de los tratados internacionales que no lo permitían.
Algunos más extremos, imaginaban y describían cómo ellos mismos asesinarían con sus manos desnudas al joven si lo tuvieran enfrente. Pocos se daban cuenta de que el acto homicida había sacado a la luz el asesino que muchos tenían dentro. Algunos daban muestras de similar creatividad. Por otro lado, los medios y la policía fallaban constantemente en explicar cómo un joven de quince años había podido hacer eso solo y en tan poco tiempo, y especialmente fallaban en explicar el significado de la escultura de carne. Sólo algunos esotéricos poco confiables mencionaban un culto originado en África y esparcido por Europa y Escandinavia, pero su evidencia era tan débil que ni los más ingenuos les creían.
Mientras jueces y abogados decidían qué hacer con Gabriel, quien a pesar de esfuerzos médicos aún no despertaba, alguien ya lo había decidido.
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Gabriel despertó en una blanca y vacía habitación de hospital, sin conocimiento de lo que había hecho. Sólo sentía esa hermosa plenitud que algunos sienten luego de una larga siesta, además de un extraño placer culpable, como el que se puede sentir al reírse luego de ver a alguien teniendo un accidente leve. El placer duró poco. Terminó cuando Gabriel se dio cuenta de que no conocía el lugar donde estaba y no recordaba nada salvo que había escuchado una extraña y atractiva pieza musical. Repentinamente, un hombre exasperado lo desconcentró de su búsqueda por una pista. El hombre apareció de la nada gritando enardecido mientras un grupo de enfermeras y auxiliares intentaba contenerlo. Repetía una extraña palabra que claramente no formaba parte del idioma español pero que a Gabriel le resultaba singularmente familiar. —¡Ngomibe!— gritaba sin parar, mientras intentaba forzar la puerta que estaba con llave. Luego de un minuto, con fuerza sobrenatural, logró abrir y zafarse de quienes lo sostenían. El hombre, quien parecía ser un maniático se abalanzó dentro del inocuo lugar, amenazando a Gabriel con un cuchillo. Durante los breves instantes que se demoró el cuchillo en alcanzar su presa, Gabriel tuvo un completo recuerdo de lo que había hecho, la escultura hecha con trozos de su familia, y en una fracción de segundo llegó a la convicción de que si moría hoy, moriría pleno. Pleno y satisfecho por haber hecho algo grandioso. Haber convertido individuos insignificantes, personas cuya existencia no era nada dentro de la vastedad de un universo hostil, en una marca de la presencia de quien traería salvación a los elegidos. Luego se dejó llevar por la piadosa inconsciencia. El hombre lunático fue atrapado nuevamente por los trabajadores del hospital, para que todos se dieran cuenta que estaba apuñalando una pared blanca.
Carlos entró al hospital con la esperanza de encontrar a su amigo despierto. Había tenido que hablar con varios burócratas que parecían reacios a ayudarlo antes de enterarse que había sido llevado desde un centro asistencial a otro, con la esperanza de distraer a la prensa. La contingencia nacional se había convertido en el escenario ideal para que la derecha política empujara su proyecto de aplicar la detención por sospecha sobre menores de edad. El tiempo demostaría lo infructuosa que sería esta idea para el control de la delincuencia. Antes de poder pasar a la habitación, se escuchó el clamor de una pelea. El personal de la recepción desapareció al instante, y Carlos se quedó esperando sin saber qué hacer. Al cabo de media hora el alboroto parecía controlado, pero el joven más odiado del país no aparecía por ningún lado.
Mientras aún se intentaba explicar la desaparición de Gabriel, Carlos recibió los efectos personales de su amigo. Nadie más los había querido recibir. Habían pasado semanas y ya no eran relevantes para la investigación. Entre las pertenencias, que eran sólo la ropa y las cosas que tenía en sus bolsillos el día de la detención, lo único que merecía algo de atención era el cassette que le había prestado. Carlos lo llevó a su habitación, y con una confusión de sentimientos en el pecho y los ojos, lo puso en su minicomponente vintage. Luego de una hora de ansiedad e indecisión se fue a dormir sin haber apretado el botón PLAY. Al día siguiente, antes de hacer nada, tomó el cassette, lo puso en su caja y lo lanzó por la ventana, lo que causó que las lágrimas por fin brotaran de sus ojos. Luego reconsideró la idea de lanzar el cassette por la ventana. ¿Por qué no destruir tal abominación musical? ¿Por qué dejar que alguien más estuviera expuesto a tan horrible incitación a la violencia? ¿De verdad creía que un cassette podría inducir a alguien a asesinar a su familia?
Quizá simplemente se estaba volviendo loco. Quizá era sólo su imaginación. Tal vez era su lucha por dar una explicación a lo ocurrido. Sin embargo, se quedaría más tranquilo si destruía el cassette para siempre en vez de simplemente deshacerse de él. Bajó los cuatro pisos de su block habitacional y caminó a la calle donde calculó que debía haber caído. Sólo había basura y olor a orina. Quizá simplemente se perdió. Quizá lo recogió alguien que no apreciaría la música y que lo tiraría en la basura. Mejor refugiarse en ese pensamiento… o en la idea de que Gabriel había cumplido con la voluntad de alguna divinidad. Esa idea duró un par de segundos y Carlos se la sacudió con horror y vergüenza, pero cada vez volvió con más frecuencia a su mente, hasta que se volvió algo natural. Una fantasía que ojalá fuese realidad.
FIN DEL LADO B
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BONUS TRACK
Pilar ya no sabía que más escuchar. La música electrónica ya no le causaba lo de antes. Necesitaba algo más experimental. Más intenso. Lo de Midy y Diabarha era interesante pero no era exactamente lo que ella buscaba. El antiguo cassette que le cayó desde una ventana parecía ser la última esperanza de encontrar la música que encajara con su sensibilidad. Motivada por la pura curiosidad compró un personal stereo en el mercado Persa. Cuando presionó PLAY, la primera canción le pareció interesante, con sintetizadores que no había escuchado antes, y un sonido vintage de los ochenta mezclado con samples más modernos a una velocidad que no había escuchado antes. Quizá este hallazgo musical era algo bueno. ¿Cómo se llamaba el proyecto? Miró la caja. En letras mal escritas decía “Ng’oomibe”. La primera canción se llamaba “Mungu”.
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