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— No debes meterte en las cosas de los demás —sentenció José luego de que Melisa le contara sobre lo que descubrió en la mochila de Agustín—. Si me entero de que volviste a intrusear en su habitación voy a tener que castigarte.
Melisa se sentía completamente frustrada ante la estupidez de su padre, además de triste y furiosa ante la injusticia de su juicio.
—¿Eso es lo que te preocupa? —contestó— ¿No te interesa saber de dónde salió esa plata, o por qué mi tío no te ha ayudado a pagar tus deudas?
—Eso es algo que tenemos que conversar entre los adultos. Tú no debes meterte. Tu única preocupación deben ser tus estudios… y tu hermano.
Ante la condescendencia y la falta de sensatez, Melisa se cerró en un furioso silencio y no le dirigió la palabra a su padre durante el resto del día. Se levantó enérgicamente y recogió las tazas y platos del desayuno, sin asegurarse de que su padre había terminado de desayunar. Lanzó los platos al lavaplatos, procurando hacer el mayor ruido posible y comenzó a lavar. José, en silencio, se levantó de la mesa para dirigirse a su trabajo. En la puerta se despidió monótonamente mientras encendía un cigarrillo, como si hubiese olvidado inmediatamente la discusión. Melisa no contestó, y él no pareció notarlo.
La niña siguió lavando estruendosamente, hasta que el ruido despertó a Benjamín. El llanto la sacó de su emoción y la obligó a atender a su hermano. Rápidamente le sirvió una mamadera de leche que ya tenía preparada, lo limpió, lo vistió y salió con él en brazos hacia la guardería. Dejó al niño a cargo de las profesionales que lo cuidarían durante el día y siguió caminando hacia su escuela.
Esa noche, mientras intentaba dormir, Melisa escuchó a Agustín y a José discutiendo. No podía entender las palabras, pero sabía que tenía que ver con el dinero. En un momento Agustín dijo algo que hizo que los dos caminaran hacia el pasillo. Melisa escuchó los pasos acercarse, y luego alejarse hacia la habitación de Agustín. Desde ahí, llegaron ruidos de cosas moviéndose y más palabras de ira, especialmente de la voz de José. Melisa nunca había presenciado tanta energía ni alguna emoción tan fuerte de parte de su padre. De alguna manera, era gratificante escuchar eso. No obstante, esto duraría poco. Unos minutos después pudo escuchar a José disculpándose y caminar por el pasillo. La única frase que pudo entender Melisa fue lo que José dijo inmediatamente antes de entrar a su habitación.
—Por la mierda. ¿Por qué tengo que andar creyendo lo que se imagina una cabra chica?
Melisa sabía ahora que no podría contar con la ayuda de su padre. De alguna manera, Agustín lo había engañado. Esto también le sirvió como motivación para seguir indagando, invitándola a sentirse como algún detective que había visto en alguna serie que ya no recordaba bien.
Melisa aprovechó cada momento de soledad (no eran pocos) para intrusear en la habitación de su tío. La mochila siempre estaba ahí, pero ahora estaba vacía. No estaba ni el dinero ni el extraño amuleto. Ella llegó a dudar de sí misma, pero la actitud de Agustín siguió motivandola a investigar. Agustín cambió la chapa de su puerta y comenzó a mantenerla cerrada con llave. Además, se ausentaba cada vez más de la casa. Algunos días incluso no llegaba a dormir. José bromeó sobre la posibilidad de que tuviese una novia que le exigía compañía, pero claramente Melisa sospechaba de algo más oscuro. Aún así, su imaginación jamás podría haber concebido lo que presenció el día que pudo seguir a Agustín a una de sus reuniones secretas.
Esto sucedió un día cualquiera, en que el destino le dio la oportunidad, y Melisa la tomó sin dudarlo. Ese día Agustín se levantó más temprano que Melisa y José, algo muy extraño para él. Su excusa fue que tenía una entrevista de trabajo. José lo felicitó y observó que la roñosa mochila que llevaba no daría una buena impresión. Eso despertó en Melisa la urgencia de ver dónde iría Agustín.
Luego de que Agustín saliera, Melisa rápidamente salió con Benjamín. En la calle, vio que Agustín iba una cuadra más adelante, había caminado hacia la misma dirección de la guardería. Melisa avanzó lo más rápido que pudo, esperando que su tío no se diera vuelta y la viera. Al llegar a la guardería, Agustín seguía a la misma distancia de Melisa y ella adivinó que se dirigía a la parada del autobús. Dejó a su hermano en la guardería y no perdió tiempo escuchando a las cuidadoras ni despidiéndose. Corrió hasta el paradero, arrastrando la culpa de no ir a la escuela. En el paradero vio a Agustín sentado, esperando mientras fumaba.
Melisa miraba desde la distancia, sin saber cómo iba a seguirlo después de subir a un bus. A pesar de la distancia, podía distinguir en el rostro y en la postura de Agustín la misma abrumadora tristeza que demostraba en las semanas posteriores a la muerte de su madre.
Justo cuando el cigarrillo de Agustín se terminaba, una camioneta negra, demasiado lujosa para el barrio de clase trabajadora donde vivían, de esas con una placa de una cabra al frente, se detuvo frente a Agustín. Este aplastó la colilla en el suelo y saludó con una sonrisa incómoda. Alguien abrió la puerta desde adentro del vehículo y Agustín subió. El vehículo arrancó y la mente de Melisa trabajó rápidamente en pensar una manera de seguirlo.
Dejó de pensar cuando la camioneta dio la vuelta y comenzó a avanzar directo hacia ella. No podía ver hacia adentro debido a los vidrios polarizados. Peor aún, no sabía si la habían visto. Su mente y su cuerpo se bloquearon… hasta que la camioneta pasó a su lado. Sin pensarlo, casi como un reflejo, Melissa calculó que la velocidad de la camioneta no era tan alta y que alcanzaba a saltar dentro del pickup. En un rápido movimiento se afirmó con una mano del borde del pickup. El vehículo tiró con fuerza y casi le arranca el brazo, pero ella alcanzó a saltar, y entre la fuerza del salto y la del vehículo, terminó cayendo violentamente dentro del pickup.
La camioneta se movió rápidamente por diferentes calles y dobló en varias esquinas. Melissa, escondida en el pickup, sólo se atrevía a mirar hacia el cielo. Veía postes y cables y se daba cuenta de que el camino tenía demasiadas curvas, tantas que le era imposible recordar en qué dirección estaban moviéndose.
Luego de unos veinte minutos, se detuvieron. No había nada en el pickup que la cubriera, así que Melisa simplemente esperó inmóvil hasta que escuchó pasos alejándose. Asomó su cabeza con cuidado para observar cómo dos hombres muy grandes vestidos con trajes negros con delicadas líneas púrpuras llevaban a Agustín hacia un edificio que parecía abandonado. Agustín iba vendado y llevaba la mochila roñosa en su espalda.
El edificio no tenía puertas ni ventanas, sólo los orificios donde deberían estar. La pintura y parte de las paredes estaban en pésimo estado. Daba la impresión de que fuera a caerse en cualquier momento. Los edificios colindantes estaban cubiertos de graffitis, pero este no tenía ningún dibujo, como si por alguna razón los artistas callejeros evitaran acercarse a él. Melisa se dio cuenta de que no estaban muy lejos de su casa, y que probablemente todas las vueltas que dieron eran para distraer a Agustín.
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Melisa esperó varios minutos antes de bajar. Cuando lo hizo no parecía haber nadie en la vereda. Caminó hasta una de las ventanas (más bien el orificio cuadrado donde debería haber una) y miró hacia adentro, intentando pasar desapercibida. Adentro estaba oscuro. Más oscuro de lo que debería haber estado a esa hora de la mañana. Aún así, Melisa alcanzó a distinguir varias siluetas humanas. Estaban todas de pie formando un círculo. Uno de ellos movía los brazos y recitaba palabras que Melisa no lograba entender. De pronto, el suelo entre todas las personas se iluminó con un resplandor rojo. Esto permitió que Melisa viera el rostro de Agustín, aún con los ojos cubiertos. Ahora la sonrisa de Agustín se veía genuina.
Las personas en el círculo retrocedieron, sólo Agustín se quedó en su lugar. Desde el círculo de luz emergió una nueva figura. Parecía estar siendo creada por la misma luz , que luego de adoptar la figura de un enorme animal de cuatro patas, se volvió sólida. Al mismo tiempo, las paredes interiores se llenaron de dibujos, muchos de ellos circulares, con inscripciones extrañas. Todos los dibujos se iluminaron con el mismo tono rojo, haciendo mucho más visibles a las personas de la habitación, y a la criatura frente a Agustín. Los rostros de las personas eran extraños. Parecían completamente humanos, pero algo que Melisa no podía describir estaba mal, como si les faltara algo fundamental para reconocerlos como personas. Y la criatura… tenía la forma de un toro, al menos las cuatro patas con pezuñas, la cola y la forma del cuerpo. Pero la cabeza era reemplazada por algo mucho más grande. Melisa no pudo entender qué era al principio, tal vez porque aún no estaba en su forma sólida completamente. Luego se dio cuenta de que era un tronco humano, como un centauro bovino. El tronco humano era esbelto, con piel sumamente blanca y un par de tetas que casi llegaban a la cintura. El rostro era animal, pero también irreal. De pronto Melisa recordó el amuleto de la mochila. El rostro era el mismo, una imitación de la cara de un toro, con nueve ojos y cuatro cuernos. Agustín acercó sus manos a su rostro y lo descubrió. Sus ojos miraban con fascinación a la criatura, mientras su sonrisa se convertía en una extraña mueca de alguien superado por sus emociones. De pronto Agustín cayó de rodillas y comenzó a llorar.
—¡Melisa! ¡Melisa!— gritaba
Desde la ventana, Melisa no entendía por qué estaba llorando su nombre. El horror hizo que su corazón saltara, amenazando con salir por su boca, preparándola para correr a su velocidad máxima. Pero de pronto supo que no se trataba de ella. Una nueva mirada hacia la criatura le permitió darse cuenta de que en algún momento, el rostro bovino había cambiado por el de una mujer. No era cualquier mujer. Se trataba de su madre, también llamada Melisa.
El horror siguió presente en el pecho de la niña, pero ahora era distinto. Probablemente no sería la víctima de este ritual, pero algo definitivamente horrible, relacionado con su familia, estaba ocurriendo. Esto despertó una fascinación morbosa y una curiosidad que no le permitieron despegarse de la ventana. Siguió observando el rostro de su madre sobre esa criatura insana, y descubrió lo mismo que había visto en las otras personas. Parecía más una máscara que un rostro de verdad. Aún así, Agustín seguía diciendo su nombre, y ahora se ponía de pie para abrazar a la criatura, apoyando su cabeza sobre el vientre que imitaba el de un humano.
El resto del grupo le dio un tiempo a Agustín para abrazar a la criatura, para luego tomarlo entre varios y violentamente arrojarlo sobre una mesa. Lo sujetaron boca abajo con correas de cuero. Uno de los presentes afirmó su cabeza para que viera a la criatura mientras le descubrían la espalda. Melisa vio que esta estaba cubierta de cicatrices y algunas llagas nuevas. Agustín sonreía hacia la criatura. Esta le sonreía de vuelta.
Otro de los personajes extrajo un látigo desde su traje y comenzó a golpear a Agustín. Con cada latigazo, la expresión de la criatura, sin dejar de parecer una máscara, se volvía más alegre y eufórica. La expresión de Agustín se retorcía con el dolor, sin embargo, reía y de sus ojos brotaban lágrimas de alegría. Melisa tuvo que dejar de mirar y se dio vuelta para sentarse en el suelo. Tuvo que cubrir su boca para no gritar. De pronto se dio cuenta de que en la calle no se escuchaba nada de lo que ocurría en el edificio. Podía escuchar claramente a los pájaros cantar, pero nada de los gritos de Agustín. Tuvo que ponerse de pie para volver a mirar y comprobar si podía escuchar desde la ventana. Al asomarse, volvió a escuchar a Agustín, pero si se alejaba un solo centímetro de la ventana, todo era silencio, y tampoco podía ver nada de lo que ocurría adentro, como si un manto de oscuridad estuviese separando el interior del exterior.
Melisa pensó en correr, buscar ayuda, alertar a su padre, pero la morbosa fascinación y la falta de confianza en los adultos que la rodeaban, la convencieron de seguir mirando. Cuando volvió a poner atención al interior, Agustín estaba nuevamente de rodillas. Su ropa estaba en su lugar, y tenía una expresión de alivio. La criatura con el rostro de su cuñada tenía la mochila en sus manos. Esta, de la nada, comenzó a inflarse. Cuando la roñosa mochila parecía que iba a estallar, la criatura la dejó caer.
—Es sólo para tí, mi amor —dijo con una voz que más bien era la mezcla de varias voces, como si un coro de hombres y mujeres hablara por esa boca—. Mientras más dolor me traigas, más te entregaré.
Agustín recogió la mochila y se puso de pie. Los mismos que lo habían traído, lo volvieron a vendar y lo llevaron hacia afuera. La criatura volvió a deshacerse en una figura de luz, mientras su rostro volvía a ser el del extraño ser bovino. Las figuras de las paredes también desaparecieron. Melisa corrió para no ser vista por los demás cuando salieran del edificio. Corrió hasta dar la vuelta a la esquina y se quedó escondida hasta que escuchó el motor de la camioneta encenderse y alejarse.
Melisa se deshizo en un llanto extraño. No sabía si estaba llorando por su madre, por Agustín, por el abrumador espectáculo que había presenciado o por sentirse en peligro. Pero aplastó su cara contra sus manos y lloró copiosamente, perdiendo la noción del tiempo.
En la habitación del hospital psiquiátrico, un psiquiatra en el turno nocturno entró luego de escuchar un ruido inusual. Observó pacientemente y tomó notas sobre la manera en que la niña lloraba mientras dormía. Había visto esto varias veces, pero nunca de manera tan profusa y ruidosa. Melisa no despertaba, y simplemente lloraba con sus ojos cerrados, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas y mojaran la almohada. Luego de unos minutos, despertó. Miró fijamente al psiquiatra mientras secaba sus lágrimas con su antebrazo. El doctor le pidió que siguiera durmiendo, pero Melisa no pudo. Estaba lista para contar su historia.
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