Bring the dead body down to the graveyard now
Bring the dead down low, down low
Bring the dead body down to the graveyard, sir
Bring the dead down low, down low
Watch yourself!
Una figura baja caminando por la calle de tierra arrastrando una carretilla que apenas se sostiene sobre sus ruedas. La silueta es lo único que permite adivinar que es un ser humano. No se ven rasgos en su rostro, que está cubierto por una máscara anti gas, y a través de las antiparras se adivina un brillo amarillento en sus ojos. El cuerpo está cubierto por un overol que alguna vez fue blanco. Ahora está cubierto del mismo color café del camino, con manchas negras en el pecho y los brazos. Los pies están cubiertos por botas negras de goma, y las manos, por guantes del mismo color. Se adivina que es hombre por su voz que canta a todo pulmón y atraviesa su máscara para resonar por la calle vacía y meterse por las ventanas de las miserables casas que aún están en pie.
You can’t run
You can’t hide
Stay with me
You can’t run
You can’t hide
Watch yourself
Sigue cantando su mortuoria armonía. Para él tiene sentido, ya que fue lo último que alcanzó a escuchar antes de que su teléfono celular quedara sin energía. Ahora le es imposible cargarlo, ya que la ciudad lleva meses sin electricidad y aislada del resto del mundo. De los pocos que quedan en las casas, quizás sólo algunos puedan entender el canto. En esta ciudad nunca habían sido hábiles para aprender segundas lenguas, pero él sí entiende lo que canta, y no puede dejar de hacerlo, ya que le da un sentido poético a su triste tarea.
Bring the dead body down
Bring the dead body down
Bring the dead body down
Bring the dead body down
Se detiene en la mitad de la calle desierta. Descansa por un momento y respira profundo, intentando con dificultad, que pase más aire a través del filtro de su máscara. Alguien lo llama desde la ventana y se vuelve a mirar. No hay intercambio de palabras, sólo gestos. El hombre se acerca a la puerta debajo de la ventana y una mujer se asoma. Su vestimenta deja ver más piel, la cual cuelga sobre su escasa carne y sus débiles huesos. Su rostro está cubierto por una precaria mascarilla de tela. Hace más señas y el hombre entra al inmueble.
Pocos segundos después salen a la calle, el hombre arrastrando a otra figura humana… inerte. Lo lleva hasta la carretilla y levanta una manta, descubriendo unos diez cadáveres más. Luego agrega el nuevo cuerpo a la colección y los tapa a todos. La mujer vuelve a la decadente casa y desde el marco de la puerta observa como se aleja el hombre de la carretilla. Mientras una lágrima cae por su mejilla para esconderse detrás de su mascarilla, entra al inmueble, para esperar el momento de unirse a los cadáveres, a quienes se parece más de lo que le gustaría.
The lord don’t have mercy for you!
The lord don’t have mercy for you!
Esta última estrofa la canta el hombre con más fuerza que ninguna otra. Mientras sus últimos versos resuenan se aleja lentamente por la calle hasta que ya no hay más casas. Sigue por el camino de tierra hasta una baja muralla de piedra con una apertura por donde apenas cabe su vehículo de muertos, luego ya no hay tierra bajo sus pies, sino arena. Otros como él llegan a ayudarlo a mover la pesada carretilla por la arena testaruda que insiste en atrapar ruedas y pies.
Son pocos, alrededor de diez. Algunos son hombres y otros mujeres, pero apenas se nota la diferencia. Todos están cubiertos con trajes, máscaras, guantes y botas. Hace mucho tiempo que no tocan algo que no sea el Interior de sus trajes. No han recibido el sol en su piel y ni siquiera se han visto los unos a los otros a las caras. Ellos son los valientes. Los que se han atrevido a habitar el mundo afuera de los hogares que se caen a pedazos, y han tenido la recompensa de poder alimentarse y mantenerse fuertes. Han escapado de la inanición. Pero esto tiene un precio, ya que no han sido tan valientes como para sacarse sus trajes y sentir el aire fresco en la piel. El virus puede atacar. Todavía está ahí. Incluso en los muertos que pueden contagiar a los vivos. Algunos de los que esperan la muerte en sus casas creen que los valientes se alimentan de cadáveres humanos, pero esto simplemente los haría enfermar y morir de neumonía. En cambio, los muertos son alimento para el gran proveedor.
Sacan la manta que cubre los cuerpos de la carretilla y entre todos los depositan en la orilla del mar, frente a un grupo de rocas que ha formado una gran piscina, la cual separa el agua del resto del mar con la que moja a los cadáveres. De pronto un tentáculo enorme surge de la profundidad. A pesar de haber visto el espectáculo muchas veces, las personas cubiertas en sus trajes siguen siendo sobrecogidas por la imagen del enorme monstruo marino que surge para masticar los cuerpos que se lleva uno a uno con sus tentáculos hacia lo que parece una boca con miles de dientes. Sólo se alcanza a divisar los tentáculos, la boca y un par de ojos. El resto del cuerpo y su tamaño sólo se podrían adivinar. Es lo único vivo en la playa aparte de los humanos. Hasta las resilientes plantas de la arena se han secado, y los peces y mariscos han desaparecido. Tal vez por esto el imposible animal ha llegado a la orilla, para establecer una mórbida simbiosis con los supervivientes.
Luego de comer todo lo que le ofrecen, se vuelve a hundir con un gran estruendo. Burbujas surgen desde el agua, y en algunos minutos, un grotesco regalo sube hasta la arena, como pago por el alimento. Un tentáculo sube para dejar una verde, viscosa masa sobre la orilla. Parece estar en un delicado límite entre líquido y sólido, emanando un amarillo vapor que no rememora nada más que putrefacción. Pero los valientes han resistido gracias a su estoicismo, así que una vez más resisten el asco. Cada uno desconecta rápidamente el filtro de su máscara y en cambio conecta una manguera de goma negra. El otro extremo lo hunden en la baba viscosa y verde.
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Sentados alrededor de su horrible alimento succionan hasta quedar saciados. Luego de terminar, el hombre de la carreta mira hacia el cielo, intentando resistir un día más de vida y maldiciendo su suerte y su destino. Desea tener el valor de terminar con su propia miserable existencia. A pesar de ser un valiente superviviente se siente cobarde.
Los más viejos del grupo se congregan a rezar. Agradecen al cielo por la bendición del animal marino que les permite vivir. Rezan en castellano, que es el único lenguaje que conocen. El hombre de la carretilla sonríe cínicamente debajo de su máscara, y les responde en un idioma que sabe que los demás no entienden.
The Lord don’t have mercy for you!
The Lord don’t have mercy for you!
El canto resuena por toda la playa y no hay nadie que pueda entenderlo ni contestar.
* El hombre de la carretilla canta “Gravedigger’s Chant” de Zeal and Ardor. Www.zealandardor.com
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Me parece una buena historia, el autor logra una mejor creación de la atmósfera que en anteriores publicaciones.