Hace un mes que estoy intentando escribir una historia de terror basada en las atrocidades que han ocurrido en la historia reciente de Chile y no he podido concentrarme lo suficiente para terminarla. Ahora ni siquiera se si la voy a terminar. Con los últimos sucesos que he vivido y presenciado, me queda claro que mi país no necesita de ficción para vivir y revivir su propio cuento de horror. Por ahora pondré pausa a mi imaginación e intentaré utilizar esta plataforma para hablar de la realidad de mi patria desde mi humilde punto de vista.
Pero antes de hacer mi análisis histórico, debería contextualizar sobre lo que está ocurriendo.
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El detonante.
Algunos dirán que todo partió con algunos grupos de adolescentes saltando por arriba de los torniquetes del Metro de Santiago, rehusándose a pagar el pasaje en rebeldía por la última alza de precio. En cierta forma tendrían razón. Todo empezó ahí… más o menos. Pero en realidad esto fue la aguja que reventó un globo que se estaba inflando hace tiempo. Incluso quizá desde los noventa.
La creciente diferencia entre los que se hacen millonarios y los pobres que trabajan para ellos ha llegado a extremos grotescos. El país crece económicamente, y se mostraba más estable que los demás de Latinoamética, pero los beneficios del crecimiento se los llevaban sólo algunos. Incluso, si hilamos fino, son contadas las familias que abultan la mayor parte del dinero del país. A esto se suma un sistema de pensiones para los jubilados que es paupérrimo, salud y educación públicas abandonadas, mientras las opciones privadas son impagables; sueldos millonarios para los políticos y un interminable etcétera.
Este globo fue llenándose con la presión del descontento de la mayoría. Hasta que unos jóvenes, sin miedo, decidieron que era suficiente, que no iban a dejar que sus padres gastaran un tercio de su sueldo en llegar al trabajo y de vuelta. Al principio, entraban en masa a las estaciones sin pagar. Luego abrieron estaciones, dejando que todo el mundo entrara a tomar un tren gratis. Sebastián Piñera, el presidente, o la ministra de transporte podrían haber decidido volver a bajar la tarifa para dejarlos a todos contentos. Quizás ahí terminaba el problema, y seguíamos masticando rabia para la próxima. Pero decidieron contestar llenando las estaciones de policías, para asegurarse que todos pagasen su pasaje. Los adultos, con miedo en su mayoría, volvieron a pagar, pero los jóvenes no, y esto envalentonó a los demás. Pronto hubo escenas de violencia entre guardias, policías y civiles.
El viernes 18 de Octubre fue la jornada de mayor evasión en el pago. La respuesta del gobierno fue cada vez más violenta. Estaciones fueron violentadas y luego cerradas por las autoridades. La gente no podía moverse por la ciudad, ya que casi toda la red de trenes subterráneos estaba inhabilitada. Pero no importaba. Algunos caminaron por horas para llegar a sus hogares, felices porque la rebeldía le estaba amargando la celebración de un cumpleaños al presidente que trataba a los santiaguinos de delincuentes por no pagar, mientras él evadía impuestos millonarios.
Pero no podía ser todo tan feliz. Tenía que haber una respuesta más brutal.
Memoria colectiva.
En momentos de dificultad, los grupos humanos hacen uso de algo llamado Memoria Colectiva. No tengo muy claro como funciona esto, pero en la práctica significa que repetimos acciones que no recordamos necesariamente de nuestra vida, pero sabemos que pueden ayudarnos en una situación complicada. Ya sea porque nuestros abuelos nos contaron o porque se ha hablado de ello en otros contextos. Es así como en Chile, en momentos difíciles, la gente solidariza a través de ollas comunes (cocinar mucha comida para mucha gente, lo que abarata los costos y genera o fortalece vínculos), protegen la propiedad colectiva en comunidad o marcha para darle a conocer a las autoridades lo que necesitan. Esto es algo espontáneo que no se discute mucho, porque todos de alguna forma recordamos que así funcionan las cosas.
En el caso del grupo político que está en el gobierno actualmente, esta memoria colectiva está más relacionada con su pasado político al lado del dictador Pinochet. Al ver que la situación escalaba la noche del viernes y luego durante el sábado, Piñera no dio su brazo a torcer ni quiso dialogar con la población disgustada, que a esas alturas ya protestaba de otras maneras. Su reacción fue invocar la ley de seguridad del estado y dar inicio al estado de emergencia. En palabras simples, eso significa llamar a los militares a las calles para controlar a la población. La idea era disuadir y detener a quienes a esa hora estaban haciendo barricadas, cortando el tránsito o destruyendo estaciones del metro.
Pero esto, en la gente no significa sólo eso. Significa que, por primera vez desde el fin de la dictadura, la democracia se quiebra. Vuelven a la memoria colectiva imágenes que pensábamos que nunca más ocurrirían: detenciones injustificadas, tortura, abuso de poder, represión de las poblaciones más pobres y (Dios no lo quiera, como decía mi abuela) detenidos desaparecidos.
Durante el sábado en la tarde, ya que la violencia escalaba y los militares no eran capaces de controlar los destrozos (o como dicen algunas ideas que no discutiré en profundidad acá, el mismo gobierno seguía destruyendo infraestructura para justificar la represión), se decretó toque de queda. Nadie podría moverse por la calle después de las 22:00. Los militares tenían libertad de disparar a transeúntes según su propio criterio. El fantasma de la tortura se hizo más real. Algunos exiliados que estaban de vuelta en el país, sobrevivientes de la tortura y familiares ya sentían el corazón apretándose.
A la mañana siguiente ya se reportaron muertes a manos de los militares, violencia sexual contra las mujeres detenidas y maltrato físico de los detenidos en la vía pública (si es así en la vía pública es cosa de imaginar que pasaría en la privacidad de una celda). La lista de muertos oficial dista mucho de lo que se ve en las calles y en las redes sociales (que han sido censuradas en varios casos). Sebastián Piñera y su fiel ministro del interior Andrés Chadwick (que también era muy fiel a Pinochet), escribían su propia página en la repetitiva historia de terror de Chile.
La historia se repite.
Este es uno de los episodios de horror que se han vivido en este país, y esperemos que esta vez sea breve. Nuestra historia está plagada de manchas rojas, matanzas, traiciones. Para ser justos, debo decir que hemos gozado de periodos de relativa paz, a pesar de las injusticias sociales siempre presentes, y que en Chile se ha podido vivir de manera (casi) decente por largos períodos. Pero siempre, cuando los pobres han intentado tomar algo más, los poderosos han contestado con una brutalidad y creatividad digna de “Canción de Hielo y Fuego”.
La historia reciente, la que nos pueden contar nuestros padres y abuelos, ya tiene uno de los ejemplos más infames. La dictadura de Pinochet duró diecisiete años y fue justificada por la supuesta ingobernabilidad de la Unidad Popular, que intentaba asegurar una mejor calidad de vida para los menos pudientes del país. La dictadura incluyó desapariciones, exilios y por supuesto tortura, en la cual utilizaban electricidad, fuego, perros violadores, incesto forzado, ratas introducidas en vaginas y anos y mucho más (no se quejen de estas descripciones, ya que estamos en un blog de horror, aunque lo más horrible es que esto es real).
Más atrás podemos pensar en la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, donde un grupo de obreros del salitre fueron masacrados por pedir condiciones de trabajo más dignas. Más de dos mil trabajadores, reunidos dentro de una escuela, esperando una respuesta de las autoridades a sus demandas, fueron acribillados, dejando sólo a un número marginal de sobrevivientes, quienes posiblemente fueron ejecutados con posterioridad.
Podría mencionar mucho más, pero no soy historiador y además me estoy alargando. Quizá podría hablar de la Guerra de Arauco que comenzó cuando los Españoles llegaron a Chile y aún continúa. Pero mencionar la matanza de Mapuche y los atropellos contra sus derechos que aún se llevan a cabo, me llevaría muchas más páginas.
Esperanza (?)
En las historias de terror que me gustan, casi siempre el final es oscuro, los protagonistas mueren o se vuelven locos. Esto ocurre porque enfrentan fuerzas imparables, imposibles y casi inentendibles que representan un horror existencial que destruye todas las esperanzas. En este caso, creo que el horror es menos intangible y por lo tanto, la posibilidad de un desenlace positivo, o al menos agridulce, es real.
Por ahora creo que está la esperanza de que el conflicto actual dure poco y que las redes sociales y la facilidad de registrar videos con nuestros celulares impidan que los militares y policías se sientan con tanta libertad para torturar y matar. Además, tengo la fe, quizás ingenua, de que al final, este gobierno se verá obligado a renunciar y llamar a elecciones adelantadas. Si esto pasa, tampoco creo que podamos elegir a un mesías que nos lleve al desarrollo y a la equidad, pero al menos será alguien que esté dispuesto a dialogar con la gente sin armas de por medio.