Cada segundo que pasa, el reloj en la pared envía su terrible descarga de ansiedad hacia mis oídos en forma de ondas sonoras producidas por la manecilla más delgada. Cada segundo que pasa, mi conciencia y el control de mi ser están más cercanos a desaparecer. Ya es inminente que la criatura que habita debajo de mi piel tome el control.
La primera vez que vi a este ser fue en una nefasta y fría noche de invierno, durante una excursión con un grupo de conocidos aficionados a lo sobrenatural. Habíamos visitado varias animitas y casas abandonadas en distintos lugares del centro de la ciudad. Nuestro guía hacia un gran esfuerzo por convencernos de que sus historias sobre muertes inexplicables eran reales, lo que me tenía bastante decepcionado. Sin embargo, lo que prometía ser una velada para el olvido finalizó de la manera más inesperada. Llegamos a las dos de la madrugada a un ruinoso edificio abandonado en calle Huérfanos. Su particular diseño, con balcones rectangulares de diversos colores que evocaban colmenas, habría sido apreciado como algo moderno e innovador en los años setenta. Ahora, seis décadas después de su construcción, quedaba sólo un fantasma de lo que era. El cadáver de un coloso habitado y masticado por los gusanos.
Tuvimos que vigilar que nadie nos viera entrar. Por alguna razón este edificio estaba mejor protegido que la mayoría de las edificaciones abandonadas a merced de los elementos. Las puertas y ventanas de todos los pisos estaban bloqueadas por gruesas tablas fuertemente apernadas a los marcos. Nunca me había fijado en ese peculiar aspecto del edificio, pero ahora me parecía que alguien deliberadamente intentaba proteger algo que se escondía en el interior, o bien quería proteger al exterior de algo que se guarecía en el lugar. Algunos del grupo decidieron irse, sin embargo yo y unos pocos decidimos darle una última oportunidad a este charlatán. Éste conocía una ventana del primer piso donde se había aflojado un perno, y por ahí tuvimos que forzar nuestra entrada a la fantasmagórica recepción. El guía continuaba siendo majadero con que nadie nos debía ver entrar.
Una vez adentro, fuimos llevados por pasillos y escaleras iluminados sólo por unos pocos rayos de luz que apenas se filtraban desde el exterior. Las paredes se veían irregulares, pero no podía dar mucho crédito a mi visión, y cuando intenté comprobar si ya habían dejado de ser lisas, el guía nos prohibió encarecidamente que las tocásemos. De pronto nos detuvimos frente a una habitación. El líder de la expedición había preparado el lugar con antelación con unas anticuadas lámparas a parafina. El tenue resplandor que provenía de la habitación dejaba ver que las paredes habían sido cubiertas completamente por una hiedra rojiza de donde botaba un líquido amarillento. Ahora ya no sentía inquietud por tocar esas murallas insanas. Quien nos había llevado hasta ahí entró en la habitación y bombeó las lámparas para que recuperaran la presión que habían perdido. Tal proceso sólo era conocido por anticuarios y boy scouts del siglo pasado. Claramente este hombre no era un boy scout. Cuando las lámparas recuperaron su presión óptima, la habitación se iluminó completamente y una visión, más terrible, extraña y maravillosa de lo que me podría haber imaginado en cualquiera de mis excursiones por el Santiago fantástico, se dibujó ante mi incrédula mirada.
Ante nuestros ojos, la luz amarilla de las lámparas mostraba una habitación que parecía ser el comedor de un antiguo departamento. Las paredes estaban todas cubiertas por largas ramas rojas de donde colgaban hojas triangulares con manchas amarillas, rojas y anaranjadas. Desde cada una brotaba una baba maloliente. Pero esto era sólo el escenario para un espectáculo más nauseabundo. Debajo de esta capa de flora enfermiza y agobiante se alcanzaba a distinguir una figura humana. Eran los restos semi fagocitados de un hombre que yacía sentado en el suelo con su espalda contra una pared. Lo único que estaba medianamente descubierto era el rostro, que enseñaba una mueca de indescriptible dolor y aplastante horror. Desde la boca exageradamente abierta salían varias ramas. Parecía como si una enorme enredadera perversa hubiese utilizado cada apertura del cuerpo de este hombre para forzar su paso desde el interior. La sensación insana en mi espíritu, creada por tal aberración de la naturaleza apoderándose de los vestigios de una construcción humana y adaptándolos a su propia fisiología, se vio solamente intensificada con el hallazgo del cadáver. Mientras yo y los demás visitantes nos manteníamos petrificados en nuestros lugares, el guía dio una explicación de lo que veíamos. Mi impresión me incapacitó para entender nada, y creo que los demás estaban en la misma situación. Sólo alcancé a retener la idea de que el lugar estaba cerrado y en secreto por la seguridad de la población. Mientras las palabras se resbalaban por mis oídos, logré ver más detalles en los rincones de la habitación. En los lugares más oscuros había flores. Sus colores eran muy similares a las hojas, lo que las hacían casi imperceptibles. Los pétalos eran largos y delgados, y en el centro había algo que parecía… párpados… ojos cerrados llenos de clorofila sanguinolenta. Cuando estaba convenciéndome de que esto no podía ser tan bizarro, y que estos ojos eran sólo una coincidencia morfológica, logré reconocer un ojo más en la mano derecha del desgraciado occiso. Me acerqué para ver con más detalle, pero me detuvo el horror al ver el ojo abrirse. Una pupila verde musgo me miraba con una intensidad que atravesaba hasta mi alma. A través de ese ojo, la planta antropófaga podía leer mis secretos más íntimos.
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La planta maldita leyó mi mente. Leyó mi espíritu. Vió hasta lo que yo no podía ver en mi inconsciente: mis ansias de destruir mi entorno, de eliminar a los habitantes simples de mi ciudad, que no son capaces de salir de sus estúpidas rutinas. El ojo pudo adivinar mis fantasías homicidas en contra de todo quien no compartía mi desencantado punto de vista sobre la sociedad santiaguina. De pronto mis manos estaban cubiertas de sangre. Mi corazón latía con fuerza y ansiedad. Sentí satisfacción por algo que había hecho, y el temor de ser descubierto. Había destruido algo hermoso, y estaba feliz por eso.
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Me encontraba en mi departamento. Oscuro y vacío como siempre. Había un libro sobre la mesa de centro. Revisé mi billetera y estaba vacía. Eso significaba que había pagado los treinta mil pesos del tour al guía. ¿Qué había hecho? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que mi alma fue ultrajada por ese vegetal consciente en el edificio abandonado? Quise salir corriendo por la puerta de calle, en un estúpido y desesperado intento por encontrar alguna explicación en algún lugar de la ciudad. No obstante, preferí ver por la mirilla de la puerta antes de salir. Lo que vi al otro lado me detuvo. Había un grupo de policías acercándose a mi puerta. Con horror volví a mi habitación y procuré no hacer ruido. Tenía la horrible sensación de que era a mí a quien buscaban, pero nunca llamaron a mi puerta, ni entraron a la fuerza. Me mantuve inmóvil por un largo lapso a pesar de mis ansias por saber qué ocurría. El miedo era más fuerte y me mantenía quieto. Cuando al fin pude dominar mis emociones ya había pasado al menos una hora. Lo único que atiné a hacer fue volver a mirar hacia el pasillo exterior. El departamento de mi vecina estaba abierto y había varios hombres de pie en la entrada. Algunos vestían como los policías comunes con sus uniformes verdes y otros con chaquetas azules que significaban algo más serio. No había ocurrido un delito común. En el departamento vecino se había llevado a cabo un crimen.
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Vi mis manos cubiertas en un líquido viscoso, tibio y rojo oscuro una vez más. Era un sueño hecho realidad. Un sueño tan oculto en mi subconsciente que ni siquiera me había percatado que existía. El hermoso rostro de una mujer llamada Valeria yacía inmóvil en el suelo. Sus ojos y boca abiertos más allá del límite natural sólo lo volvían más hermoso. Eran una coraza exquisita para un espíritu vacío y frívolo que yo había tenido el placer de destruir. El cráneo roto goteaba nada más que estupidez en forma de sangre y masa encefálica con pocas e insípidas conexiones neuronales. Tal masa gris nunca había hecho las conexiones necesarias para notar mi existencia a pesar de las miles de veces que había pasado frente al cuerpo despierto de Valeria a la entrada de nuestros departamentos. Pero por un minuto, Valeria finalmente supo quién era yo, y se llevó mi imagen para siempre al más allá.
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Yo sabía qué era lo que había vuelto ese retorcido sueño en realidad, pero me negaba a creerlo. Necesitaba cerciorarme con alguien que supiera más que yo. Me acerqué al teléfono y marqué el número del hombre que había trabajado de guía la noche anterior… o hace algunas noches… todavía no sabía cuánto tiempo había pasado. Contestó una voz que parecía ser de una anciana y me dijo que ese hombre hace varios meses que no vivía en ese lugar, y que no volviera a preguntar por ese maldito hijo de perra. ¡¿Cuánto tiempo había pasado?! Intenté contactar a los demás que habían estado en el tour. Nadie contestaba, o ya no vivían en esas direcciones. Sus teléfonos celulares no existían. No sabía qué hacer. No me atrevía a salir con tanto policía detrás de la puerta.
Y de pronto me di cuenta. Estaba usando guantes. ¿Por qué tendría que estar usando guantes? Ya sospechaba la respuesta. El ojo no se había apoderado solo de mi mente por un tiempo. Lentamente saqué el guante de mi mano izquierda y ahí estaba. Sobre el dorso de mi mano crecían pétalos rojos, y al medio de estos estaban los párpados cerrados. Cuando se vuelvan a abrir ya no seré dueño de mi persona. Por eso escribo este documento como carta suicida. Cuando me encuentren verán lo que hizo esta planta parásito conmigo… y probablemente sólo queden vestigios de mi cuerpo ocupado por las enredaderas. Veré que puedo hacer para detenerlo. Voy a la cocina por el cuchillo más afilado…
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