Fiambre

La casa de campo miraba hacia el horizonte, imperturbable, mientras el cielo cambiaba lentamente de celeste a naranja intenso. Casi tan lento como el sol bajaba, una camioneta se acercaba desde el horizonte por el desolado camino. La camioneta y la casa eran lo único que delataba la presencia de humanos en cientos de kilómetros. Marta y Romualdo habían elegido esta ubicación para la casa por ese mismo motivo. El aislamiento era parte de su estilo de vida, y habían decidido pasar sus últimos años llevándolo al extremo. No habían recibido visitas en cinco años y de pronto, esta ruidosa camioneta roja era el segundo vehículo en llegar en el mismo día.

Carmen salió de la casa  a fumar al lado de la enorme piscina de agua verde cuando vio que se acercaba la camioneta. La distancia era tanta que casi llegaba a la mitad del cigarro cuando la camioneta finalmente se estacionó al lado del sedán blanco de Carmen. En eso salió Claudia de la casa a recibir a los nuevos visitantes. Claudia era una versión menos delgada y más joven de Carmen. El parecido llegaba sólo al físico, ya que sus personalidades eran casi antónimos.

Del asiento de chofer camioneta bajó Roberto, quien abrió la puerta trasera para dejar que Felipe, conocido por la familia como Felipito, se bajara corriendo. Roberto levantó sus brazos y corrió detrás de Felipito, quien gritaba “¡Tommi, tommi!” Ambos corrieron, el adulto imitando un rugido hasta que Felipito se lanzó a los brazos de Carmen. Ella se veía joven, pero sus sesenta años los notaba cuando Felipito, de tres, la obligaba a tomarlo. 

—¿Quién es Tomy?—preguntó.

—¡No! Un tommi.— respondió el niño. 

—¡Un zombie!— Gritó otra mujer desde la camioneta.

Era Natalia, quien descendía con su hijo pequeño en brazos. El pequeño Ignacio de un año dormía plácido en los brazos de su madre.

Roberto le arrebató a Felipito de los brazos de Carmen y lo levantó con el estómago descubierto hacia su boca, haciendo la mímica de que lo mordía mientras el niño se deshacía en risa. Carmen, entendiendo finalmente el juego, rió también, mientras saludaba a su hermana y a su cuñado. Claudia los saludó también, y ansiosa le preguntó a Roberto si había traído algo para ella. Él sacó un libro arrugado de su mochila y se lo entregó.

—Este libro es más viejo que yo, así que cuídalo. 

Ella lo tomó y no pudo evitar sonreír al ver el título “Libros de Sangre”. 

—Si quieren la pueden adoptar— dijo Carmen intentando ser divertida. —Lee los libros del Roberto y se pinta el pelo de igual que la Natalia. No sacó nada de su mamá.

—Ay mamá, pero es que tú eres entera fome— respondió Claudia molesta—. No voy a andar comentando los matinales contigo. Que lata. 

Roberto quiso eliminar la tensión y preguntó cómo estaban sus suegros. La tensión derivó en una incómoda tristeza. Luego de un silencio demasiado largo, Carmen respondió.

—No le queda mucho a mi papá. Y mi mamá no se separa de él. Tiene la casa hecha un chiquero. Vamos a tener harta pega las tres para hacer que esto parezca un hogar.

—Yo también puedo ayudar. No soy de los que se quedan leyendo el diario—. Interrumpió Roberto.

—Te vamos a mandar a limpiar la piscina. El resto lo hacemos nosotras no más. No me vengan con esas cosas modernas. Mi mamá me enseñó que el hogar lo construyen las mujeres mientras los hombres las dejan tranquilas un rato.

Nadie dijo nada más. Las palabras de Carmen eran filosas y definitivas. No invitaban a ninguna respuesta. Entraron todos a la casa a instalar a las nuevas visitas. Las tres mujeres eran tan parecidas que podían pasar como trillizas. Lo único que delataba la edad mayor de Carmen era su ropa. Natalia y Claudia se veían mucho más jóvenes con sus jeans ajustados y cabello de colores.

Adentro, la casa estaba casi completamente oscura. Habían adornos acumulados sobre los sillones y la mesa del comedor. Natalia miró hacia la cocina y vio un montón de vajilla sucia en un mesón y en el suelo, además de frutas podridas. Roberto se llevó a los niños a una habitación y abrió las ventanas para luego desempolvar las camas. Felipito comenzó a estornudar y el pequeño Ignacio despertó con buen ánimo, intentando trepar por la ventana y jugando con cualquier objeto que encontraba. Las dos hermanas se miraron y decidieron ir a la habitación de atrás. Por el pasillo las siguió Claudia y luego Roberto con los niños.

La habitación recibía un poco más de luz exterior que el resto de la casa. Al medio había una cama con un hombre postrado. Era una persona enorme, de hombros anchos y prominente barriga. Sus piernas casi llegaban al borde de la cama. Su tamaño contrastaba con lo inerte de su rostro. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, y apenas se podía notar que estaba respirando. Al lado, en una silla, una mujer de avanzada edad lo miraba con las manos temblando sobre las rodillas. Se tomó su tiempo en reaccionar. Cuando al fin lo hizo intentó ponerse de pie para saludar. Sus dos hijas la detuvieron y se arrodillaron a su lado. Las tres se abrazaron sin decir nada. Roberto decidió darse la vuelta y llevarse a los niños a jugar a otro lado. Claudia se quedó mirando desde el marco de la puerta. Felipito preguntó a su padre.

—¿El tata etá muy enfemo?

—Sí, hijo. Está enfermo—. Respondió Roberto. 

—¿Y te va a in al tielo?

—No sé, hijo. De que se va, se va, pero no sé adonde.

Las cuatro mujeres conversaron en voz baja en la habitación mientras el anciano dormía y los demás jugaban a los zombies, los doctores y los astronautas. Luego de una hora, las tres más jóvenes se retiraron para comenzar a ordenar la casa. Cuando se quedó sola, Marta abrió el cajón de su velador, y entre todos sus tesoros inútiles encontró una cuerda con varias plumas amarradas, en el extremo inferior había trozos de hueso tallados con forma de calaveras miniatura. Marta miró a Romualdo mientras apretaba el amuleto en sus manos.

*

*

*

Mientras el bebé hacía una obra de arte con comida en su mesa especial, los demás cenaban en la mesa del comedor. Las tres mujeres habían hecho un trabajo extraordinario, prolijo y veloz, despejando y limpiando la cocina y el comedor. Quedaban varias habitaciones más, pero lo más difícil ya estaba hecho. Tuvieron que botar varias cosas que no estaban en condiciones de ser usadas, a pesar de las negativas de Marta. Mientras ellas se encargaban de hacer de la casa un lugar habitable, Roberto cocinó un risotto de camarones. Carmen aceptó a regañadientes. Se sintió desplazada de su lugar, aunque teniendo a Roberto haciéndose cargo de cualquier labor, se habría sentido desplazada. De todas formas tuvo que admitir que el risotto estaba aceptable. Marta, por primera vez en días, comió algo, y Roberto lo hizo notar.

—Es que nadie se puede resistir a las delicias que cocino— dijo con orgullo.

—No Roberto. Tu arroz pegoteado no me gustó— respondió Marta—. Habría preferido una cazuela de pava, o un pastel de choclo. Pero tener a mis hijas acá me dio nuevas energías. Además, pienso que Romualdo se va a poner mejor.

Las hermanas se miraron. Nadie se atrevió a corregir el pronóstico de la anciana. Roberto devoró su comida en segundos, al igual que Felipito. El pequeño Ignacio ya se quería bajar de su silla, así que Roberto lo tomó y fue a limpiar el desastre que había hecho en su rostro con la comida molida. Felipito pidió ver a su tata, Roberto tuvo que acceder tras una mirada severa de su esposa.  Cuando se quedaron solas, Marta se sintió más cómoda para conversar con sus hijas y su nieta, aunque más que conversación parecía un sermón, o una lista de quejas. Comenzó por el color del pelo de Natalia.

 —¿Cómo es posible, hija,  que una mujer inteligente, madre de dos niños preciosos y profesora tenga el pelo morado? ¿Qué ejemplo le das a tus hijos? ¿Y a tus alumnos, por dios?

Natalia ya tenía la costumbre de soportar estoicamente estos sermones para luego hacer completamente lo opuesto a lo que su madre le pedía. Claudia no estaba tan acostumbrada y tuvo que responder cuando el sermón se refirió a ella.  

—Y usted niñita, ¿quiere seguir los mismos pasos de su tía con ese pelo? Supongo que no se anda marihuaneando. Así se va a conseguir un cabro chico de marido, como el que se encontró la Natalia. Ya tiene pololo supongo. 

—Abuela, la Dani es mi polola. Te conté la otra vez por teléfono.

—Chuta, pensé que ya se le había pasado. Carmen, ¿cómo criaste a esta niña?

Carmen sentía un gran dolor en su alma. A diferencia de Natalia, ella siempre intentó agradar a sus padres, pero Claudia y su divorcio eran manchas imborrables en la imagen de perfección que intentaba mostrar.

Mientras tanto, Los niños jugaban en la cama al lado de su abuelo. Felipito intentaba que Romualdo lo levantara en sus brazos y el pequeño Ignacio se intentaba subir a una silla para alcanzar un peluche que había sobre ella. Desde una esquina, Roberto admiraba la precoz habilidad de su hijo menor, intentando no mirar al anciano, esperando que el niño se aburriera y fueran a otro lugar.

En el comedor el sermón había terminado. Ahora Marta hablaba con optimismo sobre la salud de Romualdo. Decía que se veía mejor, y que incluso podría estar caminando al día siguiente. Las hijas sabían que el diagnóstico era el peor, y que los médicos del hospital de Carahue esperaban el llamado para ir a hacer el certificado de defunción. Natalia intentó hacerla entrar en razón, pero Carmen la detuvo. No valía la pena intentar aclarar las ideas de una mujer de ochenta años que había sido testaruda toda su vida.

En la habitación, Felipito ya se aburría de intentar armar un puzle con el abuelo. El viejo se movía demasiado lento, y le quitaba el dinamismo al juego. Roberto tenía sus reflejos a prueba intentando atrapar a Ignacio que trepaba por los muebles o lanzaba cosas al suelo. Finalmente los niños demostraron suficientes signos de sueño como para justificar que su padre los llevara a dormir. Mientras se quedaba dormido junto a los niños, Roberto imaginaba que su suegro amanecía muerto y podían terminar luego el asunto para volver a la ciudad. 

Despertó con el ruido que hacía Natalia mientras se ponía camisa de dormir. Por lo general ella era silenciosa, pero se volvía ruidosa cuando estaba enojada. Era su manera indirecta de decirle a Roberto que tenía algo que conversar. Esta vez él no se dio cuenta. Sólo vio que ella cerraba la maleta haciendo demasiado ruido y luego lanzaba sus zapatillas al otro lado de la habitación, causando un estruendo que en el silencio de la noche casi despierta a Ignacio. Roberto, sabiendo lo difícil que era hacer que Ignacio se volviera a dormir en la mitad de la noche, se molestó. En vez de preguntarle a Natalia qué le pasaba, la regañó por poner en riesgo el descanso de todos. Ella se molestó aún más.

—Ya. Ponte pijama mejor. Para variar te quedaste dormido. 

—Chuta qué simpática.— Roberto pensó en respuestas más hirientes, pero ya sabía qué pasaba cuando escalaban estas situaciones. Mejor prepararse para dormir. Se acercó a la maleta y la abrió. Vio su buzo y sus zapatillas de correr al lado de su pijama. 

—¡Puta la wea! De nuevo me quedé dormido antes de salir a correr.— Rápidamente se sacó su camiseta negra de Night of the Living Dead para ponerse su camiseta Adidas. 

Natalia sintió culpa por alguna razón. De pronto necesitaba ser amable con él. 

—Roberto, estuviste manejando todo el día. Da lo mismo. Mañana corres en la mañana. Además, afuera está súper oscuro. Estamos en medio de la nada. Capaz que te coma un leopardo.— Los dos rieron de buena gana.

—Claro, o me ataca un vampiro.— Volvieron a reír, pero se quedaron callados cuando Ignacio se movió en la cama. 

—Ya, pero en serio, te puedes llegar a perder con lo oscuro que está. Y los zancudos sí que te van a comer. 

Roberto miró su barriga prominente, recordando tiempos mejores. Luego miró a su esposa en la cama, quien lo invitaba con una mirada amistosa. Se metió en la cama donde ahora estaban los dos apretados con sus hijos. Natalia por fin se decidió a hablar lo que le pasaba. 

—Puta que me cae mal mi hermana, weon. Siempre intentando ser igual que mi mamá. Como que no le hubiera afectado lo que hizo mi papá. 

—Tranquila— dijo Roberto mientras la abrazaba más fuerte—, ya vamos a enterrar al fiambre y se acaba esta cuestión. Nos vamos y sigues con tu vida. 

—Oye, no le digas así a mi papá— contestó Natalia mientras le daba un codazo a su esposo. Quería parecer seria, pero no pudo evitar sonreír.

Se abrazaron y se quedaron dormidos en un par de minutos. Seis horas después despertaron con el llanto de su hijo pequeño.

Unas dos horas antes de que Roberto y Natalia despertaran con un llanto, Marta estaba despierta en su habitación, al lado de Romualdo, quien agonizaba. Él le dijo sus últimas palabras. 

—Déjame ir. Disfruta tus últimos años con tus hijas y recupera a tus hijos— dijo en una voz casi inaudible—.

—No— contestó ella, lanzándose sobre el pecho de Romualdo llorando. 

Escuchó cómo su corazón latía, y luego cómo dejaba de latir. Vio como el pecho de su esposo se inflaba y desinflaba, y luego cómo no lo hacía más. Aún así, se resistía a la idea de convertirse en una viuda. Apretó en su mano el amuleto con plumas y huesos. 

*

*

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Roberto corrió por la orilla de la piscina para dar un espectacular salto y en el aire gritar “súper bombita” y luego caer al agua que aún estaba verde. Las enormes olas que provocó hicieron que Felipito se moviera de arriba a abajo con sus flotadores en los brazos y que el pequeño Ignacio se diera vuelta en su flotador con forma de rosquilla, quedando con su cabeza sumergida. Roberto rápidamente lo tomó y lo puso en posición correcta, sin que las mujeres se dieran cuenta. Luego tomó a Felipito en sus brazos y actuó como si le mordiera la barriga. El niño rió de buena gana. Carmen, Claudia y Natalia tomaban sol al lado de la piscina. Parecían trillizas, a pesar de haber veinte años de diferencia entre Carmen y Natalia y otros veinte entre Natalia y Claudia.

—Te casaste con un niño— dijo Carmen—. 

—Prefiero estar casada con un adulto que se crea niño que con un adulto que le gusten los niños— respondió Natalia en menos de medio segundo y sin pensar en lo que decía—.

Carmen la miró con los ojos tan abiertos que parecía que se iban a caer. Claudia, que no había puesto atención hasta ahora, las observó intentando adivinar qué era lo que se había perdido. La tensión se rompió con las gotas de agua que les cayeron desde Roberto que se sacudía frente a ellas. Parecía un perro San Bernardo moviendo su cabellera y su frondoso cuerpo. El macizo hombre se preparaba para saltar una vez más al agua cuando se quedó congelado mirando hacia atrás de las tres mujeres. Estas se dieron vuelta inmediatamente. Una mujer que parecía tan vieja como el árbol más longevo se alejaba cojeando. Había salido por la puerta de atrás y se dirigía al bosque que había luego de la explanada, alejándose del único camino que había marcado en el desolado paisaje. La próxima casa estaba a más de veinte kilómetros de distancia, y no parecía que la anciana fuese a sobrevivir una caminata tan larga, además, claramente no iba a encontrar nada en la dirección que se dirigía. Los cuatro adultos se miraron extrañados hasta que desde la piscina se escuchó “¡papá!”. Felipito estaba intentando rescatar a Ignacio, que nuevamente se había dado vuelta. Roberto saltó al agua para sacarlo. Cuando volvieron a mirar hacia la explanada, la mujer no estaba. Nadie la había visto llegar. Nadie la había visto nunca. De pronto se les olvidaron las diferencias a todos y sólo quisieron estar juntos. Carmen recordó que Marta estaba sola en la cocina haciendo el desayuno. Sacaron a los niños del agua y entraron. 

Dentro de la casa el olor a pan amasado disimulaba el olor a podredumbre y humedad que se resistía a irse aún después de la intensa limpieza del día anterior. Con sus estómagos activados por el aroma, los niños tomaron asiento en la mesa, el más pequeño haciendo muestra de su precoz habilidad. Marta salió de la cocina arrastrando sus pies llevando una bandeja llena de pan recién sacado del horno. La puso sobre la mesa y todos alrededor sintieron lo acogedor que puede ser un desayuno fuera de la ciudad. Por un momento los rencores fueron olvidados. Marta miró a los niños y sonrió. El dolor del luto anticipado no le había permitido disfrutar de sus nietos, a quienes había visto sólo en fotos y vídeos. La confianza y apertura de ellos eran una pequeña llama en su alma congelada y vapuleada. Natalia miró a sus hijos y vio en ellos una oportunidad de redención para su padre. Pero ya era muy tarde. 

Roberto hizo huevos con tocino y Carmen preparó té. También calentaron leche para los niños. Marta no había visto desayunos así por años. Desde que Romualdo enfermó, sus cultivos y animales quedaron abandonados, y la dieta consistía principalmente en pan. Esta visita era una brisa refrescante para una extenuada casa. Marta se mostró más alegre que el día anterior y no hizo comentarios sobre la vida de los demás. Natalia aprovechó de preguntarle a su mamá por la mujer que vieron salir por la puerta trasera de la casa. Los demás se sorprendieron de haber olvidado el hecho tan rápidamente. La comida los había hipnotizado momentáneamente. Marta se limitó a contestar que esa mujer vivía cerca y que le vendía hierbas ocasionalmente. Cuando Roberto recalcó que no había casas cerca y que la mujer ni siquiera se fue por el camino, Marta simplemente dijo que la señora vivía en el bosque. No respondió más preguntas y cambió el tema de conversación constantemente. Nada pudo borrar la sonrisa de sus arrugados labios.

Cuando estaban todos terminando su desayuno, una enorme figura se acercó lentamente por el pasillo al comedor. Lo primero en entrar fue una grandiosa barriga, seguida de un cuerpo que evidenciaba pertenecer a un hombre trabajador que se mantuvo activo hasta sus ochenta años. Los niños, que ya no estaban en la mesa y jugaban en el suelo, admiraron el caminar de esa gigantesca persona que llamaban tata. Era como ver a un dinosaurio, o una criatura salvaje en su hábitat, exhibiendo sus músculos capaces de destruir cualquier cosa moviéndose en dirección a su comida servida. La mirada del anciano estaba puesta en el pan mientras se movía exasperantemente lento hacia su silla. Nadie dijo nada. El asombro era demasiado. Todos esperaban el momento en que Marta les dijera que tenían que preparar el funeral, y aquí estaba Romualdo, caminando por primera vez en meses.

Romualdo se dejó caer sobre la silla, la cual exclamó con un crujido de dolor. Las manos del viejo fueron directo al pan, y comió tan rápido y desesperado que apenas se le veía respirar. Carmen y Claudia intentaron iniciar una conversación, pero el hombre no contestaba. Sólo se dedicaba a comer y tragar agua. La llegada solemne de Romualdo se había convertido en un espectáculo grotesco. De a uno se fueron parando, algo tristes, decepcionados, sorprendidos, esperanzados, ofendidos. Sólo Marta se quedó en su silla, admirando a su esposo comer como un perro, derramando agua por su barbilla, atorándose con pan, dejando un desastre en la mesa. 

Sin una sola palabra, los visitantes decidieron volver a salir al patio. Los adultos discutieron la condición de Romualdo. ¿La fiebre habrá causado daño cerebral? ¿Estará sufriendo de sonambulismo, lo que le hace olvidar el dolor que le causa moverse? ¿Voodoo?

—¿Por qué se te ocurren esas tonteras, Roberto?— dijo enojada Carmen. 

—Pero si es una posibilidad— se defendió Roberto—. Eso explicaría lo que estaba haciendo la otra señora acá.  

—¿Mi tata te munió?— interrumpió Felipito— ¿Ahona e un tomi?

Natalia no dio más con lo absurdo de la conversación y los calló con un grito.

—¡No existen los…! ¡Ni siquiera quiero decirlo! ¡Y tampoco existe el voodoo!— Caminó hacia la camioneta, sacó unos juguetes y los lanzó al suelo. —Ya, jueguen acá, niños. Los adultos tenemos que conversar. 

Felipito llevó al pequeño Ignacio de la mano hacia el montón de juguetes. Los dos se sentaron e Ignacio, indiferente, comenzó a golpear un tambor. Felipito miró a los adultos intentando entender qué había hecho mal. Claudia le hizo una morisqueta que lo tranquilizó. 

—Roberto, yo te amo— siguió Natalia más tranquila—, me encanta que hagas tu arte con fantasía y que te guste el terror y le muestres cosas nuevas a la Claudia, pero ahora necesitamos hablar como adultos. No hay nada de voodoo ni magia ni esas cosas. Mi papá tiene un daño cerebral, está a punto de morir y esto puede hacer que su muerte sea más trágica. A mi me da lo mismo, sólo quiero que se termine luego, pero me preocupa mi mamá. Ella se aferra a cualquier esperanza, y esto la va a ilusionar más. Ya vieron como se puso ahora. Se va a poner más mal cuando se de cuenta que esto es sólo parte de su enfermedad. 

Roberto no dijo nada. Tenía la secreta esperanza de que esta historia se convirtiera en una de zombies. Sería una realización personal, además de darle la oportunidad de destruir violentamente a la única persona que se sentía capaz de odiar. Desde que supo quién era realmente Romualdo había querido hacer algo contra él. Golpearlo, mandarlo a la cárcel, matarlo. Pero Natalia se lo impedía. Habían aceptado de mala gana el exilio familiar y el silencio. Ahora el tiempo había hecho su trabajo y Romualdo finalmente iba a abandonar el planeta en un merecido olvido. Por ahora Roberto no tenía nada más que decir si no quería volver a alterar a su mujer. 

—Bueno, si en realidad da lo mismo lo que le haya pasado al tata ahora, entonces hay que seguir esperando no más— dijo Claudia intentando aportar a la discusión—. Y si a la abu le da esperanzas que se ponga así, mejor la distraemos. La sacamos a pasear, no sé. Mantengámosla ocupada. 

—Pero si acá no hay nada que hacer, hija— contestó categórica Carmen—. No hay nada de civilización, y los cultivos están todos muertos. 

—Pero la Claudia tiene un punto— dijo Natalia reflexiva—, podemos inventar algo que hacer acá afuera mientras mi papá duerme. 

—Buena idea, amor— dijo Roberto, viendo una oportunidad de demostrar que era útil—. Nosotros trajimos carne. Podemos hacer un asado y weveamos toda la tarde acá afuera.

—Pero acabamos de desayunar— Carmen replicó con desprecio—.

—Igual hay cosas que hacer antes del asado. Podemos ir a buscar leña, reparar la parrilla, o hacer una nueva, hacer ensaladas, marinar la carne con alguna cuestión. Ponemos a mi suegra a cargo y va a estar feliz. Le encanta decirnos lo que tenemos que hacer.

La idea no era muy buena en realidad. Pero era una idea. Necesitaban distraerse luego del extraño suceso y mantenerse ocupados mientras el tiempo pasaba y el viejo se terminaba de morir… o de darse cuenta que ya estaba muerto. 

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Felipito corría por el pasto con un pedazo de carne en la mano. Estaba gastando las últimas energías de la tarde. Natalia lo miraba sonriendo con el pequeño Ignacio afirmado de su teta izquierda quedándose dormido. A su lado estaba acostada Claudia sobre una toalla, y más allá, Carmen dejaba en el suelo “Libros de Sangre”, sin creer lo que había leído en las tres primeras páginas. ¿Cómo era posible que a su hija le gustara ese tipo de literatura?  Marta recogía ensaladeras y platos de una improvisada mesa que había armado Roberto, quien también había caído víctima del sueño. Carmen le gritó a su madre que no se preocupara de recoger, ella lo haría después. Marta no le puso atención y entró hasta la cocina con las cosas en sus manos. 

Mientras, Felipito se acercó a un hoyo donde humeaban las últimas brasas y donde habían apoyado una parrilla. Lanzó su pedazo de carne manoseado y sucio, esperando que se asara aún más. Lo miró impaciente por cinco segundos y se lo comió rápidamente. En la parrilla aún había mucha grasa de la carne que habían preparado y despedía un intenso olor. Varias partículas se elevaron y viajaron ayudadas por el viento. Entraron por una ventana y se esparcieron por la casa. Algunas llegaron hasta la oscura habitación donde estaba Romualdo. Varios microorganismos ya estaban haciendo su trabajo en la carne muerta del viejo, pero los pulmones se negaban a dejar de funcionar. El cerebro no tenía actividad desde hace horas, pero el cuerpo fallecido seguía intentando satisfacer instintos básicos. El diafragma se contrajo debajo de los pulmones, obligándolos a aspirar aire con partículas de carne asada, y el sentido del olfato, incapaz de enviar una señal al cerebro, envió una señal a la espina. Los músculos que no se habían movido por horas, respondieron, levantando lo que quedaba de Romualdo y haciéndolo caminar hacia el origen del olor. 

Marta salía de la cocina hacia la puerta principal cuando se encontró con su esposo una vez más de pie. Ella se abalanzó sobre él, y él la recibió en sus brazos, pero no para demostrar sus sentimientos, sino que para alimentarse. La mandíbula se cerró sobre el hombro izquierdo de la mujer y tiró hacia atrás, sacando un gran pedazo. Mientras Marta gritaba de dolor, Romualdo sacó un segundo bocado del brazo de Marta, liberando un grueso chorro de sangre.

El desgarrador grito alertó a quienes estaban afuera. Las hermanas se levantaron y corrieron a ver qué ocurría, Natalia llevaba a su hijo pequeño en brazos  sin darse cuenta que su pecho izquierdo había quedado descubierto. Roberto despertó de un salto, y sin entender qué ocurría se tambaleó hasta la puerta de entrada, donde estaban su esposa y su cuñada paralizadas. Felipito quiso seguir a su papá, pero Claudia lo detuvo. Aún intentando despertar, logró interpretar la reacción de los demás y decidir que el niño debería mantenerse al margen. Cuando Roberto llegó a ver lo que mantenía a las mujeres paralizadas, no lo podía creer. Llegó a pensar que aún estaba durmiendo sobre el pasto. Para él, la imagen de Marta de espaldas sobre el suelo, cubierta de heridas, ensangrentada y gritando, con su enorme esposo encima mordiéndole la cara, cabía tanto en una pesadilla como en un sueño hecho realidad. Había imaginado tantas veces este momento que ya sabía que hacer, y repitió los movimientos que había planeado en su mente, aunque sin creer que fuera cierto y de manera mucho más torpe de lo que imaginaba. Se lanzó sobre la mole que masticaba a su suegra y lo tomó del cuello, intentando sacarlo hacia atrás, mientras buscaba con la mirada algún objeto contundente. Falló en encontrar algún objeto que destruyera el cráneo de su adversario y falló en separarlo de su presa. Los gritos seguían haciéndose más ensordecedores, la impotencia se hizo presente y la escena ya no era un sueño. Natalia, desesperada corrió hacia donde estaba Claudia, y sin explicarle nada le entregó el niño, para luego volver a ayudar a su esposo. Mientras Carmen observaba paralizada, Natalia y Roberto levantaron a lo que antes era Romualdo, y lograron empujarlo hacia afuera, haciéndolo caer de espaldas. ahí , los ojos sin vida los miraron con la frialdad de un depredador. 

A unos metros de ahí, Claudia veía a su abuelo convertido en una bestia y no podía entender qué le había ocurrido. La imagen era grotesca, parecía una marioneta de ser humano, controlada por alguna fuerza externa que le obligaba a destruir y morder. De pronto se dio cuenta que la horrible imagen debía ser ocultada del niño que tenía a su lado y le cubrió los ojos. Luchó para que Felipito no se destapara la vista y al mismo tiempo mantenía a Ignacio afirmado con un sólo brazo. 

Romualdo se levantó y se lanzó directamente a la garganta de Natalia, quien aún tenía un pecho descubierto, intentando morder y ponerse de pie en un solo movimiento. En ese instante, ella revivió el horror de vivir con su padre durante su adolescencia. La imagen de su padre entrando a su habitación de noche, y ella, a pesar de su carácter fuerte, no teniendo el tamaño ni la fuerza física para alejarlo. Los besos con olor a pipeño que le daba en la oscuridad al menos una vez a la semana ahora se convertían en una mordida letal. Su padre volvía a desear su carne, pero para poseerla de una manera distinta. 

Sin embargo, la mordida no llegó a su destino. El puño derecho de Roberto aceleró empujado por su brazo, el movimiento circular de su torso y por el desprecio que sentía hacia ese hombre finalmente siendo liberado. Se sentía como un cirujano extirpando un tumor. Sentía placer por estar destruyendo a un ser que había traído más dolor que felicidad al mundo. La mano empuñada aterrizó en la mandíbula de Romualdo a tres metros por segundo, desencajándola. Romualdo se balanceó hacia el lado e intentó morder a Natalia de nuevo, sin darse cuenta que su mandíbula ya no se podía cerrar. Roberto atacó nuevamente, botando a su suegro una vez más, y esta vez se lanzó encima, bloqueando con sus rodillas cualquier movimiento que hiciera con sus brazos y dándole incontables puñetazos en el rostro. En medio del caos y a través de la sangre que cubría su rostro, Marta logró gritarle a Natalia.

—¡Cúbrete las tetas! ¡Sucia!

Claudia se llevó a los niños dentro de la camioneta para que no se dieran cuenta de nada. Las hermanas observaban la violencia, sabiendo que probablemente lo que estaban presenciando era lo único que se podía hacer. Sabiendo que su padre se había convertido en algo que no estaba muerto… y tampoco estaba vivo, pero se negaban a pensar en la palabra que lo definía. Sólo Marta se resistía a aceptar lo que veía. A pesar de que sus fuerzas se acababan, gritó desesperada, implorándole a Roberto que se detuviera. Pero nada lo detuvo hasta que sus puños golpeaban una masa de carne aplastada, huesos rotos y sangre.

Natalia fue a levantar a Roberto y vio que estaba llorando. Mientras Carmen intentaba detener la hemorragia de las heridas de Marta, también lloraba. La anciana era quien se lamentaba con más fuerza. Natalia intentó contenerlos, ayudar a su madre a recuperarse, ayudar a Roberto a limpiar y vendar sus manos hinchadas. Se sentía mal por ellos, pero más que nada, sentía culpa por no lamentar la muerte de su padre. Estaba aún en shock por cómo habían ocurrido las cosas, pero verlo morir definitivamente le dio una sensación de libertad que nunca había sentido. Junto a Carmen dejaron a su madre durmiendo, con vendajes en todos lados. Ya estaba oscuro y era muy peligroso manejar hasta el hospital por el viejo camino. 

Mientras las otras cubrían el cuerpo en el patio, Claudia preparó a los niños para dormir y los dejó durmiendo en la misma cama que Roberto. Pronto, Ignacio despertó y fue al comedor a jugar, mientras las tres mujeres intentaban tener una conversación que le diera sentido al horror que habían presenciado. 

—¿La abuela está bien?— preguntó Claudia, más preocupada de romper el silencio incómodo que de la situación de su abuela. 

—Mal está— contestó Carmen, conteniendo el llanto, la ira y la impotencia—. ¿Cómo va a estar?

—Perdió mucha sangre y está en shock, pero va a estar bien— complementó Natalia—.Tiene heridas superficiales y ya detuvimos la hemorragia. Apenas amanezca vamos a llevarla al hospital. Afortunadamente el Roberto pudo detener a mi papá. 

—¿Afortunadamente?—interrumpió Carmen, quien ya no podía contener sus emociones— Tu marido mató a mi papá y se fue a dormir como si nada. Nosotras tuvimos que taparlo ahí afuera. Es un asesino. Mañana llamamos a los pacos y que se lo lleven. Es un asesino ese weon. ¡Y lo tienes durmiendo con tus hijos!— Estalló en llanto y no pudo hablar más.

Natalia contuvo sus deseos de golpear a Carmen e intentó ser razonable. Abrazó a su hermana fuertemente, en parte intentando contener sus emociones y en parte intentando hacerle algo de daño. 

—Carmen, el Roberto hizo lo que había que hacer, o yo habría quedado peor que mi mamá. Me iba a morder justo en el cuello. Era él o nosotros. Y siendo honesta, ya estaba bien muerto para mi. Desde antes que se enfermara. Desde que me di cuenta de qué tipo de persona era. Ahora venimos sólo a deshacernos de un cadáver. 

—Cállate. Él era bueno. Nos dio todo lo que necesitábamos. Él nos amaba, y nosotros le pagamos rechazándolo. Lo dejamos solo y lo obligamos a venirse a vivir en medio de la nada. 

Las dos comenzaron a llorar abrazadas, mientras Claudia las miraba desde el sillón frente a ellas, sin entender de qué hablaban. ¿El exilio de sus abuelos había sido algo forzoso, y no un retiro para vivir sus últimos años en la naturaleza?

—¿Qué mierda pasa acá?— preguntó mientras se ponía de pie— ¿De qué no me he enterado?

Mientras, Roberto dormía adolorido, rodeado de sus hijos. Todo su cuerpo sufría, como cuando jugaba fútbol luego de meses de inactividad. Sus manos ardían y no las podía mover. Parecía haberse quebrado un par de dedos. La única posición que había logrado adoptar era boca arriba. Felipito había aprovechado para apoyarse en su hombro derecho. El niño se movió y pasó a llevar una de sus manos. Roberto sintió pinchazos y cortes en ese mismo hombro. Entre despierto y dormido miró su mano y vio que tenía varios dientes marcados, y que un pequeño pedazo de piel había sido arrancado. El vasto conocimiento que había acumulado gracias al cine y los cómics sobre el tipo de horror que había vivido deberían haber bastado para preocuparlo, pero una gota de realismo le permitió seguir durmiendo, pensando en que al día siguiente revisaría si tenía una infección.

—¡¿Todos mis primos?!— gritó Claudia descontrolada. 

—Los únicos que se salvaron fueron tú y mis hijos—contestó lapidaria Natalia—. ¿Por qué crees que mis hermanos dejaron de ver a mis papás y alejaron a sus hijos de la familia?

Carmen estaba sentada con su cara apoyada en sus manos. Claudia se acercó a ella intentando hacer que la mirara. 

—¿Por qué nunca me dijiste? ¿Por qué me seguiste hablando tan bien de ellos? Mi tata es un monstruo. 

—Cállate. Él sólo estaba enfermo— contestó Carmen resistiéndose a despegar su rostro de sus manos—.

—No puedo creerlo. Ni siquiera tendríamos que haber venido. Que se pudran estos dos viejos. Mi abu, ¿cómo pudo soportar estar con él hasta el final? ¿Por qué nunca lo metieron preso?

—Eso lo discutimos mucho entre los hermanos— intentó explicar Natalia—. Y por eso nos peleamos con ellos. Decidimos que lo mejor era aislarlos de la familia para proteger a los niños, y no llevar a ningún juicio. Eso habría dañado más a los niños y dividido aún más a la familia. Supongo que no calculamos las consecuencias muy bien, porque al final la familia está hecha mierda igual. 

Claudia se volvió a sentar mirando al suelo. El pequeño Ignacio deambulaba por la casa con un uslero que había sacado de la cocina. Nadie le ponía atención. 

—¿Llamamos a los pacos entonces?— preguntó Claudia luego de un eterno silencio que, de alguna forma, hizo que el frío de la noche comenzara a calar más profundo. 

—¿Para qué?— se apresuró en replicar Natalia.

—Hay que aclarar lo que pasó. ¿O vamos a llegar mañana al hospital con una anciana llena de mordiscos y esperar que nos hagan preguntas? Además, mis tatas deben ser conocidos en el pueblo, y si llegamos sólo con mi abuela, alguien va a extrañar a ese fiambre que está afuera. 

—¡No lo llames así!— interrumpió Carmen. 

—Bueno, tenemos que decidir qué es lo que vamos a decir— contestó Natalia—. De todas maneras, los pacos no llegarían hasta mañana. 

—¿Pero qué lenguaje es ese? ¿No podemos hablar como la gente acá? — Carmen aumentaba su nivel de indignación sin separar su vista del suelo —Se dice carabineros. 

—¿En serio quieres discutir de eso ahora?

Un grito extremadamente agudo y aterrado detuvo la discusión. Venía desde la habitación del fondo de la casa. Las tres se levantaron de un salto y corrieron hasta el lugar de origen. Cuando llegaron a la puerta vieron a Ignacio intentando escapar de las manos de Marta… o lo que quedaba de ella… que se arrastraba por el suelo afirmando firmemente el pie del niño. Las tres mujeres miraban sin decidir qué hacer, mientras la anciana abría su boca, decidida a morder la tierna y tentadora pierna de Ignacio. El niño, mostrando más decisión que nadie en la habitación le dio con el uslero en la cabeza a su abuela. El golpe fue muy débil y la anciana ya no sentía nada. Sus ojos sin vida sólo estaban fijados en su presa. Sólo quería comer carne, y lo más cercano era esa pierna que no soltaría fácilmente. El infante le dio otro golpe en la cabeza y un tercer golpe en el brazo. Nada. Lentamente el brazo acercaba ese pie a la boca, determinada a masticar. 

—¡Mamá!— gritó Ignacio más fuerte que nunca en su vida, mientras miraba a su madre con verdadero terror en sus ojos. Era la primera vez que Natalia veía que su hijo tenía miedo. En su corta vida nunca había mostrado miedo a nada. Sólo curiosidad y ganas de explorar todo. Esta expresión finalmente la hizo reaccionar. Una certera patada al rostro de ese cadáver caníbal desvió la mandíbula de su objetivo. Luego, un pisotón dislocó el codo y perimitió que el niño arrancara. Retrocedió unos pasos y tomó a su hijo, quien se afirmó como un koala. 

Las otras dos mujeres vieron el espectáculo sin aceptar la realidad. Carmen intentó ayudar a su madre a que se pusiera de pie. Pero su madre ya había dejado este mundo. Era sólo un cuerpo en la fase inicial de descomposición que se levantaba con su ayuda. Un cuerpo que aún se movía con ayuda de alguna magia maliciosa y con una sola misión: comer. Entonces se dio vuelta hacia Carmen, quien le afirmaba para que pudiera caminar de vuelta a la cama, y mordió. No alcanzó a llegar a la piel, sólo rompió un trozo de su chaleco antes que Claudia las separara de un empujón. De pronto Claudia aceptó que la fantasía absurda que había leído y visto tantas veces en obras de ficción estaba ocurriendo. Miró alrededor buscando algún objeto contundente, y sólo encontró una biblia. Un ejemplar hermoso, con ilustraciones y páginas con bordes dorados. La joven sintió las tapas duras cubiertas de polvo cuando la levantó, y antes de que pudieran morderla, golpeó fuertemente a la muerta caminante. Tan fuerte fue el golpe del pesado libro que le quebró el cuello. Aún así, la muerta retrocedió un solo paso y volvió a la carga. Claudia le dio otro golpe con la biblia, lo que le dio vuelta la cabeza a su atacante en 180 grados. La joven le dio otro golpe más, sólo por las dudas, y terminó decapitando a su abuela. El cuerpo cayó al suelo, mientras la cabeza aterrizó sobre la cama. Carmen dio un grito y rompió en llanto. 

Natalia, afirmando a Ignacio con su brazo izquierdo, abrazó a Carmen con su brazo derecho y le ofreció su hombro para que llorara el dolor de perder a sus dos padres de manera horrible en el mismo día. Claudia retrocedió, aún con la biblia en las manos, observando el resultado de sus tres excelentes golpes. Súbitamente, la cabeza que yacía sobre el colchón comenzó a gruñir y giró sus ojos hacia las tres que ahora se desplazaban hacia el pasillo. El gruñido se convirtió en grito, y la mandíbula comenzó a morder el aire. Cerraron la puerta, y la cabeza se quedó gritando, gruñendo y mordiendo. 

Claudia se desplomó sobre un sillón, mientras las dos hermanas caminaron abrazadas, llorando y con el bebé a cuestas. Luego las dos también se sentaron y se quedaron en silencio. Las tres miraban a la puerta cerrada, escuchando los débiles ruidos que emitía la cabeza cercenada. Ignacio levantó la polera de su madre y movió hacia abajo el sostén para servirse leche. Se quedó dormido en unos minutos. Las mujeres demoraron un poco más, pero las tres finalmente cayeron, mirando hacia la puerta con la respiración agitada. Imágenes horribles las acompañaron en sus sueños por un par de horas. Las tres sentadas durmieron hasta que la luz púrpura del amanecer bañó la casa. 

—Pronuncia la “S”, hijo— dijo Natalia, durmiendo aún. 

Ignacio despertó y ágilmente se bajó del sillón que había sido su cama durante la noche. Caminó hacia la habitación donde habían dormido su padre y su hermano. Desde ahí se escuchaba el típico grito que formaba parte de su juego, e Ignacio quería participar también. 

—¡Tomi!— gritaba Felipito, pero esta vez no tenía la alegría y el aire juguetón de siempre. 

—Pronuncia la “S”— repetía Natalia aún sin despertar. Ignacio seguía caminando hacia la habitación. 

Un último grito se escuchó. Esta vez la voz del pequeño de tres años llegó a una nota de horror que terminó por despertar a las tres mujeres que dormían en el living de la detestable casa. 

—¡Tooomiiii!— gritó Felipito con evidente desesperación. Su mamá se puso de pie de un salto, y en un instante comprendió. Debía correr antes de que fuera muy tarde. Llegó al cuarto antes que el pequeño Ignacio y presenció una imagen digna de una portada de las películas preferidas de Roberto. Ahí estaba el hombre de pie, con la muerte en sus ojos y su hijo en brazos, alzado a la altura de su boca con la barriga descubierta. Felipito miró a su madre llorando, implorando ayuda con sus ojos, mientras el cadáver de Roberto mordía y en un solo movimiento dejaba al descubierto sus vísceras. La mujer dio un grito de terror, pero no perdió la cordura. Debía actuar rápido antes que el… Zombie… sí, eso era, y había que asumirlo para tener claridad sobre lo que tenía que hacer… el Zombie de Roberto estaba intentando comerse las entrañas de su hijo, y debía actuar rápido antes de que lo lograra. En un rápido movimiento le arrebató al niño de las manos, haciendo que la carne del abdomen se abriera aún más, exponiendo los interiores, y dejando un colgajo sangriento en la boca del Zombie que no reaccionaba. Corrió con el niño en brazos, intentando mantener las tripas en su lugar, y se lo entregó a Claudia. Luego corrió de vuelta por Ignacio, quien alzaba sus manos para jugar al Zombie con quien era su padre hasta hace unos minutos. El occiso caminante se agachaba con los brazos extendidos hacia el infante. Natalia llegó a tiempo y se agachó también para abrazar a su hijo pequeño. 

De pronto la pareja estaba de frente, mirándose a los ojos. El muerto viviente, mirando a su mujer, quien apretaba al bebé contra su pecho. No había nada en los ojos del fiambre. Sólo deseos de comer. Sin embargo Natalia era incapaz de alejarse. La memoria del hombre que le había ayudado a superar el trauma de los abusos de su padre le impedían asumir que frente a ella había un monstruo. Un monstruo que ahora intentaría comerla viva a ella y al niño. Un monstruo que ya cerraba sus brazos en torno a ella y abría su boca putrefacta para morderla. 

Carmen sí pudo ver al monstruo, y con un cuchillo que había traído de la cocina, apuñaló el cráneo del hambriento fallecido. Este se desplomó inmediatamente, dejando una mancha de sangre que se extendió rápidamente por el suelo. 

La luz de las balizas y el ruido de sirenas hicieron reaccionar a Natalia, quien se levantó y fue a ver a su hijo mayor. Claudia afirmaba los órganos del menor en su lugar e intentaba mantener su vientre cerrado. El niño estaba inconsciente, pero respiraba. Carmen miró por la ventana y vio un vehículo de carabineros y una ambulancia estacionándose afuera.

—¿Quién los llamó?— dijo sin despegar su mirada de la ventana y sin darse cuenta que sostenía un cuchillo ensangrentado. 

—Yo fui— contestó Claudia—. Cuando vi al Roberto peleando con mi tata, me imaginé que íbamos a necesitar pacos y médicos. Menos mal que los llamé en ese momento, porque se tomaron varias horas en llegar. 

Natalia miró a Felipito con una lágrima en su mejilla. 

—Vamos a tener harto que explicar— dijo. 

Glosario de Chilenismos

Fome: Aburrido

Paco: Manera despectiva de referirse a Carabineros

Carabinero: Policía de Chile

Weon: Hombre, amigo, estúpido. Es necesario entender el contexto para entender el significado.

Huevear: Hacer o decir tonterías. Jugar. Hacer cosas no productivas.

Pega: Trabajo

¡Puta la weá!: ¡Demonios!

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